Narciso de Waterhouse.
Der Staz der Identität
Martin Heidegger
Traducción de Helena Cortés y Arturo Leyte, en HEIDEGGER, M., Identidad y Diferencia, Antrhopos, Barcelona, 1990.
Según una fórmula usual, el principio de identidad reza así: A = A. Se considera este principio como la suprema ley del pensar. Intentaremos meditar durante algún tiempo sobre este principio, pues desearíamos que nos condujera a saber qué es la identidad.
Cuando el pensar, llamando por una cosa, va tras ella, puede ocurrirle que en el camino se transforme. Por ello, en lo que va a seguir, es aconsejable cuidarse más del camino que del contenido. El propio desarrollo de la conferencia nos impide ya deternos en el contenido.
¿Qué dice la formula A = A con la que suele presentarse el principio de identidad? La formula menciona la igualdad de A y A. Para una igualdad se requieren al menos dos términos. Un A es igual a otro. ¿Es esto lo que quiere enunciar el principio de identidad? Evidentemente no. Lo idéntico, en latín ídem, es en griego tò aétñ. Traducido a nuestra lengua alemana tò aétñ quiere decir «das Selbe» [lo mismo].
Cuando alguien dice siempre lo mismo, por ejemplo, la planta es la planta, se está expresando en una tautología. Para que algo pueda ser lo mismo, basta en cada caso un término. No precisa de un segundo término como ocurre con la igualdad.
La fórmula A = A habla de igualdad. No nombra a A como lo mismo. Por consiguiente, la fórmula usual del principio de identidad encubre lo que quiere decir el principio: A es A, esto es, cada A es él mismo lo mismo.
Al describir de este modo lo idéntico, resuena una antigua palabra con la que Platón nos hace percibir qué es tal, palabra que apunta a otra más antigua aún. En el diálogo «Sofista» 254 d, Platón habla de st‹siw y kÛnhsiw, de quietud y movimiento. En este pasaje Platón le hace decir al extranjero: oékoèn aétÇn §kaston toÝn m¢n duoÝn §teron ¤stin, aétò dƒ¥autÒ taétñn.
«Ciertamente cada uno de ellos es otro que los otros dos, pero él mismo lo mismo para sí mismo.» Platón no dice sólo: §kaston aétò taétñn, «cada uno es él mismo lo mismo», sino §kaston ¥autÒ taétñn, «cada uno es él mismo lo mismo para sí mismo».
El dativo ¥autÒ significa: cada algo mismo es restituido a sí mismo, cada algo mismo es lo mismo -concretamente para sí mismo, consigo mismo-. Nuestra lengua alemana ofrece en este caso, al igual que la griega, la ventaja de designar lo idéntico con la misma palabra, pero reuniendo sus diferentes aspectos.
Así, la fórmula más adecuada del principio de identidad, A es A, no dice sólo que todo A es él mismo lo mismo, sino, más bien, que cada A mismo es consigo mismo lo mismo. En la mismidad yace la relación del «con», esto es, una mediación, una vinculación, una síntesis: la unión en una unidad. Este es el motivo por el que la identidad aparece a lo largo de la historia del pensamiento occidental con el carácter de unidad. Pero esta unidad no es de ningún modo el vacío inconsistente de lo que, privado en sí mismo de relación, se detiene y persiste en una uniformidad. El pensamiento occidental ha precisado más de dos mil años para que la relación. de lo mismo consigo mismo que reina en la identidad y se anunciaba desde tiempos tempranos, salga decididamente con fuerza a la evidencia como tal mediación, así como para encontrar un lugar a fin de que aparezca la mediación en el interior de la identidad. Pues la filosofía del idealismo especulativo, preparada por Leibniz y Kant, y mediante Fichte, Schelling y Hegel, fue la primera en fundar un lugar para la esencia en sí misma sintética de la identidad. Tal lugar no puede ser mostrado aquí. Sólo hay que tener en cuenta una cosa: que desde la época del idealismo especulativo, al pensamiento le ha sido vedado representar la unida de la identidad como la mera uniformidad y prescindir de la mediación que reina en la unidad. En donde esto ocurre, la identidad se representa de modo solamente abstracto.
También en la fórmula enmendada «A es A» aparece sólo la identidad abstracta. ¿Lo consigue?, ¿expresa el principio de identidad algo sobre la identidad? No, al menos directamente. Antes bien, el principio presupone el significado de identidad y el lugar al que pertenece. ¿Cómo podremos conseguir una información acerca de esta presuposición? Nos la da el principio de identidad si escuchamos cuidadosamente su tono fundamental y lo meditamos, en lugar de repetir irreflexivamente la fórmula «A es A». En realidad, ésta reza: A es A. ¿Qué escuchamos? Con este «es», el principio dice cómo es todo ente, a saber: él mismo consigo mismo lo mismo. El principio de identidad habla del ser de lo ente. El principio vale sólo como ley del pensar en la medida en que es una ley del ser que dice que a cada ente en cuanto tal le pertenece la identidad, la unidad consigo mismo.
Lo que expresa el principio de identidad, escuchado desde su tono fundamental, es precisamente lo que piensa todo el pensamiento europeo occidental, a saber, que la unidad de la identidad constituye un rasgo fundamental en el ser de lo ente. En todas partes, donde quiera y como quiera que nos relacionemos con un ente del tipo que sea, nos encontramos llamados por la identidad. Si no tomase voz esta llamada, lo ente nunca conseguiría aparecer en su ser. En consecuencia, tampoco se daría ninguna ciencia. Pues si no se le garantizara de antemano la mismidad de su objeto, la ciencia no podría ser lo que es. Mediante esta garantía, la investigación se asegura la posibilidad de su trabajo. Con todo, la representación conductora de la identidad del objeto no le aporta nunca a las ciencias utilidad tangible. Así, el éxito y lo fructífero del conocimiento científico, reposan en todas partes sobre algo inútil. La llamada de la identidad del objeto habla, tanto si las ciencias escuchan esta llamada como si no, tanto si lo escuchado son palabras echadas al viento como si dejan que les afecte.
La llamada de la identidad habla desde el ser de lo ente. Pero donde el ser de lo ente toma voz por vez primera y propiamente dentro del pensamiento occidental, en Parménides, allí habla tò aétñ, lo idéntico, en un sentido casi excesivo. Una de las frases de Parménides dice así:
tò gŒr aétò noeÝn ¤stÛn te kaÜ eänai.
«Lo mismo es en efecto percibir (pensar) que ser.»
Aquí, lo distinto, pensar y ser, se piensan como lo mismo. Qué quiere decir esto? Algo totalmente distinto respecto a lo que solemos conocer como enseñanza de la metafísica, a saber, que la identidad pertenece al ser. Parménides dice que el ser tiene su lugar en una identidad. ¿Qué significa aquí identidad? ¿Qué quiere decir en la frase de Parménides la palabra tò aétñ, lo mismo? Parménides no nos da ninguna respuesta a esta pregunta. Nos sitúa ante un enigma que no debemos esquivar. Tenemos que reconocer que en la aurora del pensar la propia identidad habla mucho antes de llegara ser principio de identidad, y esto en una sentencia que afirma que pensar y ser tienen su lugar en lo mismo y a partir de esto mismo se pertenecen mutuamente.
Sin darnos cuenta, acabamos de explicar tò aétñ, lo mismo. Interpretamos la mismidad como mutua pertenencia. No hace falta ir muy lejos para representar esta mutua pertenencia en el sentido de la identidad tal y como fue pensada posteriormente y resulta generalmente conocida. ¿Qué podría impedírnoslo? Nada menos que la propia frase que leemos en Parménides, puesto que dice otra cosa, a saber: el ser tiene su lugar -con el pensar- en lo mismo. El ser se halla determinado, a partir de una identidad, como un rasgo de ésta. Por el contrario, la identidad pensada posteriormente en la metafísica, es representada como un rasgo del ser. Por lo tanto, a partir de esta identidad representada metafísicamente no podemos pretender determinar la que enuncia Parménides.
La mismidad de pensar y ser que habla en la frase de Parménides, procede de más lejos que la identidad determinada por la metafísica a partir del ser y como un rasgo de éste.
La palabra rectora de la frase de Parménides, tò aétñ, lo mismo, permanece oscura. Dejémosla en la oscuridad. Pero al mismo tiempo dejemos que nos dé una señal la frase a cuyo principio se encuentra la palabra.
Entretanto, ya hemos establecido la mismidad de pensar y ser como la mutua pertenencia de ambos. Esto ha sido precipitado, pero tal vez inevitable. Tenemos que deshacer este carácter precipitado, y podemos hacerlo mientras no consideremos la citada mutua pertenencia como la interpretación definitiva, la única que se puede tomar como autoridad de la mismidad de pensar y ser.
Si pensamos la mutua pertenencia al modo habitual, el sentido de la pertenencia, como ya indica la acentuación de la palabra, se determina por lo mutuo, esto es, por su unidad. En este caso «pertenencia» significa tanto como ser asignado y clasificado en el orden de una dimensión mutua, integrado en la unidad de una multiplicidad, dispuesto para la unidad del sistema, mediado a través del centro unificador de una síntesis determinadora. La filosofía presenta esta mutua pertenencia como nexus y connexio, como el enlace necesario del uno con el otro.
Sin embargo, la mutua pertenencia también se puede pensar como mutua pertenencia. Esto quiere decir que lo mutuo es ahora determinado a partir de la pertenencia. Pero aquí nos resta por preguntar qué quiere decir «pertenecer», y cómo sólo a partir de él se determina su propia dimensión mutua. La respuesta a estas preguntas se encuentra más próxima a nosotros de lo que pensamos, pero no está a la vista. Ahora basta con que esta indicación nos alumbre la posibilidad de no seguir representando la pertenencia desde la unidad de lo mutuo, sino de experimentar lo mutuo a partir de la pertenencia. Pero, ¿no se agota la indicación acerca de esta posibilidad en un juego de palabras vacío que simula algo y al que le falta todo apoyo en un estado de cosas que se pueda comprobar?
Así parece, al menos hasta que nuestra observación sea más rigurosa y dejemos hablar a las cosas.
El pensamiento de una mutua pertenencia en el sentido de la mutua pertenencia, surge desde la consideración de un estado de cosas ya nombrado. Naturalmente, debido a su simplicidad, es difícil tenerlo a la vista. Pero con todo, este estado de cosas nos resultará más próximo en cuanto tengamos presente que al explicar la mutua pertenencia como mutua pertenencia teníamos ya en mente, a raíz de la señal hecha por Parménides, tanto pensar como ser, en definitiva, aquello que se pertenece lo uno a lo otro en lo mismo.
A1 entender el pensar como lo distintivo del hombre, estamos recordando una mutua pertenencia que atañe al hombre y al ser. Al instante nos vemos asaltados por las preguntas, ¿qué significa ser?, ¿quién o qué es el hombre? Todos pueden ver fácilmente que sin una respuesta satisfactoria a estas preguntas, nos falta el suelo sobre el que pudiéramos construir algo firme acerca de la mutua pertenencia del hombre y el ser. Pero mientras preguntemos de este modo, quedaremos prisioneros en el intento de representar la dimensión mutua del hombre y el ser como una coordinación, y de integrar y explicar ésta, ya sea a partir del hombre o desde el ser. Con ello, los conceptos tradicionales de hombre y ser configuran las bases para la coordinación de ambos.
¿Qué ocurriría si en lugar de representar continuamente sólo una ordenación conjunta de ambos para establecer su unidad, tomásemos por una vez en cuenta de qué modo y si acaso en esta dimensión conjunta está sobre todo en juego una pertenencia del uno al otro? Pues bien, existe incluso la posibilidad de divisar ya la mutua pertenencia de hombre y ser, aunque sólo sea de lejos, en las determinaciones tradicionales de su esencia. ¿De qué modo?
Manifiestamente el hombre es un ente. Como tal, tiene su lugar en el todo del ser al igual que la piedra, el árbol y el águila. Tener su lugar significa todavía aquí: estar clasificado en el ser. Pero lo distintivo del hombre reside en que, como ser que piensa y que está abierto al ser, se encuentra ante éste, permanece relacionado con él, y de este modo, le corresponde. El hombre es propiamente esta relación de correspondencia y sólo eso. «Sólo» no significa ninguna limitación, sino una sobreabundancia. En el hombre reina una pertenencia al ser que atiende al ser porque ha pasado a ser propia de él. ¿Y el ser? Pensémoslo en su sentido inicial como presencia. E1 ser no se presenta en el hombre de modo ocasional ni excepcional. El ser sólo es y dura en tanto que llega hasta el hombre con su llamado.
Pues el hombre es el primero que abierto al ser, deja que éste venga a él como presencia. Tal llegada a la presencia necesita de lo abierto de un claro, y con esta necesidad, pasa a ser propia del hombre. Esto no quiere decir de ningún modo que el ser sea puesto sólo y en primer lugar por el hombre; por el contrario, se ve claramente lo siguiente: el hombre y el ser han pasado a ser propios el uno del otro Pertenecen el uno al otro. Desde esta pertenencia del uno al otro, nunca considerada de más cerca, es desde donde el hombre y el ser han sido los primeros en recibir las determinaciones esenciales con las que la filosofía los entiende de modo metafísico.
Ignoraremos obstinadamente esta mutua pertenencia que prevalece en el hombre y el ser, mientras sigamos representando todo sólo a base de ordenaciones y mediaciones, con o sin dialéctica. De este modo encontramos siempre conexiones que han sido enlazadas, bien a partir del ser, bien a partir del hombre, y que presentan la mutua pertenencia de hombre y ser como un entrelazamiento.
No nos detendremos todavía en la mutua pertenencia. ¿Pero, cómo podríamos adentrarnos allí?: apartándonos del modo de pensar representativo. Este apartarse hay que entenderlo como un salto que salta fuera de la representación usual del hombre como animal racional, que en la época moderna llegó a convertirse en sujeto para su objeto. .Al mismo tiempo, el salto salta fuera del ser. Ahora bien en, éste ha sido interpretado desde la aurora del pensamiento occidental como el fundamento en el que se funda todo ente en cuanto ente.
¿a dónde salta el salto cuando salta desde el fundamento? ¿Salta a un abismo? Si, mientras nos limitemos a representar el salto, y en concreto, en el horizonte del pensar metafísico. No, mientras saltemos y nos dejemos ir. ¿A dónde? Allí, a donde estamos ya admitidos: la pertenencia al ser. Pero el ser mismo nos pertenece, pues sólo en nosotros puede presentarse como ser esto es. llegar a la presencia.
Por lo tanto, para experimentar propiamente la mutua pertenencia de hombre y ser. es necesario un salto, es necesaria la brusquedad de la vuelta sin puentes al interior de aquella pertenencia que es la primera en conceder la mutua relación de hombre y ser, y, con ello, la constelación de ambos. El salto es la puerta que abre bruscamente la entrada al dominio en el que el hombre y el ser se han encontrado desde siempre en su esencia porque han pasado a ser propios el uno del otro desde el momento en el que se han alcanzado. La puerta de entrada al dominio en donde esto sucede, acuerda y determina por vez primera la experiencia del pensar.
Extraño salto el que nos hace ver que todavía no nos detenemos lo suficiente en donde en realidad ya estamos. ¿En dónde estamos? ¿En qué constelación de ser y hombre?
Según parece, hoy, ya no necesitamos como hace años de indicaciones detalladas para llegar a contemplar la constelación desde la que el hombre y el ser se dirigen el uno al otro. Se podría pensar que es suficiente nombrar el término «era atómica» para que lleguemos a tener la experiencia de cómo llega hoy a nuestra presencia el ser en el mundo técnico.
Pero, ¿acaso podemos tomar sin más el mundo técnico y el ser como si fueran una sola cosa? Evidentemente no, ni siquiera si representamos este mundo como el todo en el que está encerrados la energía atómica, el plan calculador del hombre y la automatización. ¿Por qué una indicación de esta índole acerca del mundo técnico, aunque lo describa exhaustivamente, no nos pone ya a la vista en absoluto la constelación de ser y hombre? Porque todo análisis de la situación se queda corto al interpretar por adelantado el mencionado todo del mundo técnico desde el hombre y como su obra. Se considera lo técnico, representado en el sentido más amplio y en toda la diversidad de sus manifestaciones, como el plan que el hombre proyecta y que finalmente le obliga a decidir sí quiere convertirse en esclavo de su plan o quedar como su señor.
Mediante esta representación de la totalidad del mundo técnico, todo se reduce al hombre, y, como sumo, se exige una ética del mundo técnico. Atrapadas en esta representación, nos reafirmamos en la opinión de que la técnica es sólo una cosa del hombre. Se hace oído sordo a la llamada del ser que habla en la esencia de la técnica.
Dejemos de una vez de representar lo técnico sólo técnicamente, esto es, a partir del hombree de sus máquinas. Prestemos atención a la llamada bajo cuyo influjo se encuentran en nuestra época, no sólo el hombre, sino todo ente, naturaleza e historia en relación con su ser.
¿A qué llamada nos referimos? En todas partes se provoca a nuestro existir -a veces como juego, otras oprimido, acosado o impelido- a dedicarse a la planificación y cálculo de todo. ¿Qué se expresa en este desafío? ¿Resulta sólo de un capricho del hombre? ¿O es que lo ente mismo viene hacia nosotros de tal manera que nos habla sobre su capacidad de planificación y cálculo? Y en tal caso, ¿se encontraría provocado el ser a dejar aparecer lo ente en el horizonte de la calculabilidad? En efecto. Y no sólo esto. En la misma medida que el ser, el hombre se encuentra provocado, esto es, emplazado, a poner en lugar seguro lo ente que se dirige hacia él, corno la substancia de sus planes y cálculos, y a extender ilimitadamente tal disposición.
El nombre para la provocación conjunta que dispone de este modo al hombre y al ser el uno respecto al otro, de manera que alternan su posición , reza: com-posición. [Ge-Stell] Habrá chocado este uso de la palabra, pero también decimos en lugar de «poner», «disponer», y no objetamos nada al empleo de la palabra dis-posición.[Ge-setz] ¿Por qué no también entonces com-posición, si lo exige una mirada al estado de cosas?
Aquello, en lo que, y, a partir de lo que, hombre y ser se dirigen el uno al otro en el mundo técnico, Habla a la manera de la com-posición. En la posición alternante de hombre y ser escuchamos la llamada que determina la constelación de nuestra época. La com-posicion nos concierne en todo lugar directamente. La com-posición tiene más ser, case de que aún podamos hablar de esta manera, que toda la energía atómica y todas las máquinas, más ser que el peso de la organización, información y automatización. A primera vista, la com-posición resulta extraña porque ya no encontramos lo que significa en el horizonte de la representación, que es el que nos permite pensar el ser de lo ente como presencia -la com-posición ya no nos concierne como algo presente-. La com-posición resulta ante todo extraña porque no es una dimensión última, sino la primera en procurarnos, incluso a nosotros, lo que rige propiamente en la constelación de ser y hombre.
La mutua pertenencia de hombre y ser a modo de provocación alternante, nos muestra sorprendentemente cerca, que de la misma manera que el hombre es dado en propiedad a ser, el ser, por su parte, ha sido atribuido en propiedad al hombre. En la com-posición reina un extraño modo de dar o atribuir la propiedad. De lo que se trata es de experimentar sencillamente este juego de propiación en el que el hombre y el ser se transpropian recíprocamente, esto es, adentrarnos en aquello que nombramos Ereignis. La palabra Ereignis ha sido tomada de la lengua actual. Er-einen significa originariamente: asir con los ojos, esto es divisar, llamar con la mirada, a-propiar. La palabra Ereignis, pensada a partir del asunto indicado, debe hablar ahora como palabra conductora al servicio del pensar. Pensada como palabra conductora, se deja traducir tan poco como la palabra conductora griega lñgow, o la china Tao. La palabra Ereignis ya no significa aquí lo que en otros lugares denominamos como algún tipo de acontecimiento, algo que sucede. La palabra se utiliza ahora como singulare tantum. Lo que nombra acontece sólo en la unidad, esto es, ni siquiera en un número, sino de modo único. Lo que experimentamos en la com-posición como constelación de ser y hombre, a través del moderno mundo técnico, es sólo el preludio de lo que se llama acontecimiento de transpropiación. Pero la com-posición no se queda necesariamente detenida en su preludio, pues en el acontecimiento de transpropiación habla la posibilidad de sobreponerse al mero dominio de la com-posición para llegar a un acontecer más originario. Tal modo de sobreponerse a la com-posición a partir del acontecimiento de transpropiación para llegar a esto último, traería consigo el retroceso eventual, esto es imposible de llevar a cabo sólo por el hombre, del mundo técnico desde su papel dominante a la servidumbre, dentro del ámbito gracias al cual el hombre llega más propiamente al acontecimiento de transpropiación.
¿A dónde ha conducido el camino? A un alto de nuestro pensar en esto simple que nosotros llamamos Ereignis en el sentido más estricto de la palabra. Parece como si ahora cayésemos en el peligro de dirigir nuestro pensar con demasiada despreocupación hacia algo general muy distante, mientras que lo qué sé nos dice con aquello que quiere nombrar la palabra Er-eignis, es sólo lo más próximo de aquella proximidad en la que ya estamos. Pues, ¿qué podría resultarnos más próximo que lo que nos aproxima hacia aquello a lo que pertenecernos, en donde tenemos nuestro lugar, esto es, el acontecimiento de transpropiación?
El acontecimiento de transpropiación es el ámbito en sí mismo oscilante, mediante el cual el hombre y el ser se alcanzan el uno a otro en su esencia y adquieren lo que les es esencial al perder las determinaciones que les prestó la metafísica.
Pensar el Ereignis como acontecimiento de transpropiación, significa trabajar en la construcción de este ámbito oscilante en sí mismo. El pensar recibe del lenguaje la herramienta de trabajo para esta construcción en equilibrio. Pues el lenguaje es la oscilación más frágil y delicada que contiene a todo dentro de la construcción en equilibrio del Ereignis. En la medida en que nuestra esencia dependa del lenguaje, habitamos en el Ereignis.
Hemos llegado a un punto del camino en el que se impone la pregunta algo burda pero inevitable: ¿qué tiene que ver el Ereignis con la identidad? La respuesta es: nada. Por el contrario, la identidad tiene que ver mucho, si no todo, con el Ereignis. ¿En qué medida? Contestaremos dando unos pasos atrás por el camino andado.
El Ereignis une al hombre y al ser en su esencial dimensión mutua En la com-posición vemos un primer e insistente destello del Ereignis. Ella constituye la esencia del mundo técnico moderno. En la com-posición divisamos una mutua pertenencia de hombre y ser en la que el dejar pertenecer es lo primero que determina el modo de la dimensión mutua y de su unidad. La frase de Parménides, «lo mismo es en efecto el pensar que el ser», es la que nos conduce a la pregunta por una mutua pertenencia en la que la pertenencia tenga la preeminencia sobre lo mutuo. La pregunta por el sentido de este «lo mismo», es la pregunta por la esencia de la identidad. La doctrina de la metafísica representa la identidad como un rasgo fundamental del ser. Aquí se muestra que el ser tiene su lugar, junto con el pensar, en una identidad cuya esencia procede de ese dejar pertenecer mutuamente que llamamos Ereignis. La esencia de la identidad es una propiedad del acontecimiento de transpropiación.
En el caso de que hubiese algo sostenible en el intento de dirigir nuestro pensar al lugar de origen de la esencia de la identidad, ¿qué habría sucedido entonces con el título de la conferencia? El sentido del título: «El principio de identidad», habría cambiado.
Tal principio se presenta en primer lugar bajo la forma de un principio fundamental que presupone la identidad como un rasgo del ser, esto es, del fundamento de lo ente. Este principio, entendido como enunciado, en camino se ha convertido en un principio a modo de un salto que se separa del ser como fundamento de lo ente y, así, salta al abismo. Pero este abismo no es ni la nada vacía ni una oscura confusión, sino el acontecimiento de transpropiación. En el acontecimiento de transpropiación oscila la esencia de lo que habla como lenguaje y que en una ocasión fue denominado la casa del ser. «Principio de identidad» quiere decir ahora un salto exigido por la esencia de la identidad, ya que lo necesita si es que la mutua pertenencia de hombre y ser debe alcanzar la luz esencial del Ereignis.
En el camino que va desde el principio entendido como un enunciado sobre la identidad, hasta el principio entendido como un salto al origen de la esencia de la identidad, el pensar se ha transformado; por ello, mirando de frente la actualidad, pero pasando su mirada por encima de la situación del hombre, ve la constelación de ser y hombre a partir de aquello que los hace propios el uno del otro, a partir del acontecimiento de transpropiación.
Suponiendo que espere a nuestro encuentro la posibilidad de que la com-posición, esto es, la provocación alternante de hombre y ser en el cálculo de lo calculable, nos hable como el Ereignis que expropia al hombre y al ser para conducirlos a lo propio de ellos, habría entonces un camino libre en el que el hombre podría experimentar de modo originario lo ente, el todo del mundo técnico moderno, la naturaleza y la historia, y antes que todo su ser.
Mientras en el mundo de la era atómica, y a pesar de toda la seriedad y la responsabilidad, la reflexión sólo sienta el impulso, pero también sólo ahí se tranquilice como en la meta, de usar pacíficamente la energía atómica, el pensar quedará a medio camino. Este resultado a medias es el único que le sigue asegurando al mundo técnico su predominio metafísico de manera suficiente.
Pero, ¿en dónde se encuentra ya decidido que la naturaleza como tal tenga que seguir siendo siempre la naturaleza de la Física moderna y que la historia tenga que presentarse sólo como objeto de la Historia? Es cierto que no podemos desechar el mundo técnico actual como obra del diablo, y que tampoco podemos destruirlo, caso de que no se cuide él mismo de hacerlo.
Pero aún menos debemos dejarnos llevar por la opinión de que el mundo técnico sea de tal manera que impida totalmente separarse de él mediante un salto. Esta opinión toma a lo actual, obsesionada por ello, como lo único real. Esta opinión es en efecto fantástica, pero no lo es, por el contrario, un pensar por adelantado que mira de frente lo que viene a nosotros como palabra de la esencia de la identidad de hombre y ser.
El pensar necesitó más de dos mil años para comprender propiamente una relación tan fácil como la mediación en el interior de la identidad. ¿Acaso podemos opinar nosotros que la entrada con el pensamiento en el origen de la esencia de la identidad pueda llegar a realizarse algún día? Justamente porque tal entrada necesita un salto, precisa su tiempo, el tiempo del pensar, que es diferente al del calcular, que hoy tira en todo lugar de modo violento de nuestro pensar. Hoy en día, la máquina del pensar calcula en un segundo miles de relaciones: a pesar de su utilidad técnica están privadas de esencia.
De cualquier modo que intentemos pensar y pensemos lo que pensemos, pensarnos en el campo de la tradición. Esta prevalece cuándo nos libera del pensar en lo pasado para pensar por adelantado, lo que ya no es ningún planear.
Sólo cuando nos volvemos con el pensar hacia lo ya pensado, estamos al servicio de lo por pensar.
Cuando el pensar, llamando por una cosa, va tras ella, puede ocurrirle que en el camino se transforme. Por ello, en lo que va a seguir, es aconsejable cuidarse más del camino que del contenido. El propio desarrollo de la conferencia nos impide ya deternos en el contenido.
¿Qué dice la formula A = A con la que suele presentarse el principio de identidad? La formula menciona la igualdad de A y A. Para una igualdad se requieren al menos dos términos. Un A es igual a otro. ¿Es esto lo que quiere enunciar el principio de identidad? Evidentemente no. Lo idéntico, en latín ídem, es en griego tò aétñ. Traducido a nuestra lengua alemana tò aétñ quiere decir «das Selbe» [lo mismo].
Cuando alguien dice siempre lo mismo, por ejemplo, la planta es la planta, se está expresando en una tautología. Para que algo pueda ser lo mismo, basta en cada caso un término. No precisa de un segundo término como ocurre con la igualdad.
La fórmula A = A habla de igualdad. No nombra a A como lo mismo. Por consiguiente, la fórmula usual del principio de identidad encubre lo que quiere decir el principio: A es A, esto es, cada A es él mismo lo mismo.
Al describir de este modo lo idéntico, resuena una antigua palabra con la que Platón nos hace percibir qué es tal, palabra que apunta a otra más antigua aún. En el diálogo «Sofista» 254 d, Platón habla de st‹siw y kÛnhsiw, de quietud y movimiento. En este pasaje Platón le hace decir al extranjero: oékoèn aétÇn §kaston toÝn m¢n duoÝn §teron ¤stin, aétò dƒ¥autÒ taétñn.
«Ciertamente cada uno de ellos es otro que los otros dos, pero él mismo lo mismo para sí mismo.» Platón no dice sólo: §kaston aétò taétñn, «cada uno es él mismo lo mismo», sino §kaston ¥autÒ taétñn, «cada uno es él mismo lo mismo para sí mismo».
El dativo ¥autÒ significa: cada algo mismo es restituido a sí mismo, cada algo mismo es lo mismo -concretamente para sí mismo, consigo mismo-. Nuestra lengua alemana ofrece en este caso, al igual que la griega, la ventaja de designar lo idéntico con la misma palabra, pero reuniendo sus diferentes aspectos.
Así, la fórmula más adecuada del principio de identidad, A es A, no dice sólo que todo A es él mismo lo mismo, sino, más bien, que cada A mismo es consigo mismo lo mismo. En la mismidad yace la relación del «con», esto es, una mediación, una vinculación, una síntesis: la unión en una unidad. Este es el motivo por el que la identidad aparece a lo largo de la historia del pensamiento occidental con el carácter de unidad. Pero esta unidad no es de ningún modo el vacío inconsistente de lo que, privado en sí mismo de relación, se detiene y persiste en una uniformidad. El pensamiento occidental ha precisado más de dos mil años para que la relación. de lo mismo consigo mismo que reina en la identidad y se anunciaba desde tiempos tempranos, salga decididamente con fuerza a la evidencia como tal mediación, así como para encontrar un lugar a fin de que aparezca la mediación en el interior de la identidad. Pues la filosofía del idealismo especulativo, preparada por Leibniz y Kant, y mediante Fichte, Schelling y Hegel, fue la primera en fundar un lugar para la esencia en sí misma sintética de la identidad. Tal lugar no puede ser mostrado aquí. Sólo hay que tener en cuenta una cosa: que desde la época del idealismo especulativo, al pensamiento le ha sido vedado representar la unida de la identidad como la mera uniformidad y prescindir de la mediación que reina en la unidad. En donde esto ocurre, la identidad se representa de modo solamente abstracto.
También en la fórmula enmendada «A es A» aparece sólo la identidad abstracta. ¿Lo consigue?, ¿expresa el principio de identidad algo sobre la identidad? No, al menos directamente. Antes bien, el principio presupone el significado de identidad y el lugar al que pertenece. ¿Cómo podremos conseguir una información acerca de esta presuposición? Nos la da el principio de identidad si escuchamos cuidadosamente su tono fundamental y lo meditamos, en lugar de repetir irreflexivamente la fórmula «A es A». En realidad, ésta reza: A es A. ¿Qué escuchamos? Con este «es», el principio dice cómo es todo ente, a saber: él mismo consigo mismo lo mismo. El principio de identidad habla del ser de lo ente. El principio vale sólo como ley del pensar en la medida en que es una ley del ser que dice que a cada ente en cuanto tal le pertenece la identidad, la unidad consigo mismo.
Lo que expresa el principio de identidad, escuchado desde su tono fundamental, es precisamente lo que piensa todo el pensamiento europeo occidental, a saber, que la unidad de la identidad constituye un rasgo fundamental en el ser de lo ente. En todas partes, donde quiera y como quiera que nos relacionemos con un ente del tipo que sea, nos encontramos llamados por la identidad. Si no tomase voz esta llamada, lo ente nunca conseguiría aparecer en su ser. En consecuencia, tampoco se daría ninguna ciencia. Pues si no se le garantizara de antemano la mismidad de su objeto, la ciencia no podría ser lo que es. Mediante esta garantía, la investigación se asegura la posibilidad de su trabajo. Con todo, la representación conductora de la identidad del objeto no le aporta nunca a las ciencias utilidad tangible. Así, el éxito y lo fructífero del conocimiento científico, reposan en todas partes sobre algo inútil. La llamada de la identidad del objeto habla, tanto si las ciencias escuchan esta llamada como si no, tanto si lo escuchado son palabras echadas al viento como si dejan que les afecte.
La llamada de la identidad habla desde el ser de lo ente. Pero donde el ser de lo ente toma voz por vez primera y propiamente dentro del pensamiento occidental, en Parménides, allí habla tò aétñ, lo idéntico, en un sentido casi excesivo. Una de las frases de Parménides dice así:
tò gŒr aétò noeÝn ¤stÛn te kaÜ eänai.
«Lo mismo es en efecto percibir (pensar) que ser.»
Sin darnos cuenta, acabamos de explicar tò aétñ, lo mismo. Interpretamos la mismidad como mutua pertenencia. No hace falta ir muy lejos para representar esta mutua pertenencia en el sentido de la identidad tal y como fue pensada posteriormente y resulta generalmente conocida. ¿Qué podría impedírnoslo? Nada menos que la propia frase que leemos en Parménides, puesto que dice otra cosa, a saber: el ser tiene su lugar -con el pensar- en lo mismo. El ser se halla determinado, a partir de una identidad, como un rasgo de ésta. Por el contrario, la identidad pensada posteriormente en la metafísica, es representada como un rasgo del ser. Por lo tanto, a partir de esta identidad representada metafísicamente no podemos pretender determinar la que enuncia Parménides.
La mismidad de pensar y ser que habla en la frase de Parménides, procede de más lejos que la identidad determinada por la metafísica a partir del ser y como un rasgo de éste.
La palabra rectora de la frase de Parménides, tò aétñ, lo mismo, permanece oscura. Dejémosla en la oscuridad. Pero al mismo tiempo dejemos que nos dé una señal la frase a cuyo principio se encuentra la palabra.
Entretanto, ya hemos establecido la mismidad de pensar y ser como la mutua pertenencia de ambos. Esto ha sido precipitado, pero tal vez inevitable. Tenemos que deshacer este carácter precipitado, y podemos hacerlo mientras no consideremos la citada mutua pertenencia como la interpretación definitiva, la única que se puede tomar como autoridad de la mismidad de pensar y ser.
Si pensamos la mutua pertenencia al modo habitual, el sentido de la pertenencia, como ya indica la acentuación de la palabra, se determina por lo mutuo, esto es, por su unidad. En este caso «pertenencia» significa tanto como ser asignado y clasificado en el orden de una dimensión mutua, integrado en la unidad de una multiplicidad, dispuesto para la unidad del sistema, mediado a través del centro unificador de una síntesis determinadora. La filosofía presenta esta mutua pertenencia como nexus y connexio, como el enlace necesario del uno con el otro.
Sin embargo, la mutua pertenencia también se puede pensar como mutua pertenencia. Esto quiere decir que lo mutuo es ahora determinado a partir de la pertenencia. Pero aquí nos resta por preguntar qué quiere decir «pertenecer», y cómo sólo a partir de él se determina su propia dimensión mutua. La respuesta a estas preguntas se encuentra más próxima a nosotros de lo que pensamos, pero no está a la vista. Ahora basta con que esta indicación nos alumbre la posibilidad de no seguir representando la pertenencia desde la unidad de lo mutuo, sino de experimentar lo mutuo a partir de la pertenencia. Pero, ¿no se agota la indicación acerca de esta posibilidad en un juego de palabras vacío que simula algo y al que le falta todo apoyo en un estado de cosas que se pueda comprobar?
Así parece, al menos hasta que nuestra observación sea más rigurosa y dejemos hablar a las cosas.
El pensamiento de una mutua pertenencia en el sentido de la mutua pertenencia, surge desde la consideración de un estado de cosas ya nombrado. Naturalmente, debido a su simplicidad, es difícil tenerlo a la vista. Pero con todo, este estado de cosas nos resultará más próximo en cuanto tengamos presente que al explicar la mutua pertenencia como mutua pertenencia teníamos ya en mente, a raíz de la señal hecha por Parménides, tanto pensar como ser, en definitiva, aquello que se pertenece lo uno a lo otro en lo mismo.
A1 entender el pensar como lo distintivo del hombre, estamos recordando una mutua pertenencia que atañe al hombre y al ser. Al instante nos vemos asaltados por las preguntas, ¿qué significa ser?, ¿quién o qué es el hombre? Todos pueden ver fácilmente que sin una respuesta satisfactoria a estas preguntas, nos falta el suelo sobre el que pudiéramos construir algo firme acerca de la mutua pertenencia del hombre y el ser. Pero mientras preguntemos de este modo, quedaremos prisioneros en el intento de representar la dimensión mutua del hombre y el ser como una coordinación, y de integrar y explicar ésta, ya sea a partir del hombre o desde el ser. Con ello, los conceptos tradicionales de hombre y ser configuran las bases para la coordinación de ambos.
¿Qué ocurriría si en lugar de representar continuamente sólo una ordenación conjunta de ambos para establecer su unidad, tomásemos por una vez en cuenta de qué modo y si acaso en esta dimensión conjunta está sobre todo en juego una pertenencia del uno al otro? Pues bien, existe incluso la posibilidad de divisar ya la mutua pertenencia de hombre y ser, aunque sólo sea de lejos, en las determinaciones tradicionales de su esencia. ¿De qué modo?
Manifiestamente el hombre es un ente. Como tal, tiene su lugar en el todo del ser al igual que la piedra, el árbol y el águila. Tener su lugar significa todavía aquí: estar clasificado en el ser. Pero lo distintivo del hombre reside en que, como ser que piensa y que está abierto al ser, se encuentra ante éste, permanece relacionado con él, y de este modo, le corresponde. El hombre es propiamente esta relación de correspondencia y sólo eso. «Sólo» no significa ninguna limitación, sino una sobreabundancia. En el hombre reina una pertenencia al ser que atiende al ser porque ha pasado a ser propia de él. ¿Y el ser? Pensémoslo en su sentido inicial como presencia. E1 ser no se presenta en el hombre de modo ocasional ni excepcional. El ser sólo es y dura en tanto que llega hasta el hombre con su llamado.
Pues el hombre es el primero que abierto al ser, deja que éste venga a él como presencia. Tal llegada a la presencia necesita de lo abierto de un claro, y con esta necesidad, pasa a ser propia del hombre. Esto no quiere decir de ningún modo que el ser sea puesto sólo y en primer lugar por el hombre; por el contrario, se ve claramente lo siguiente: el hombre y el ser han pasado a ser propios el uno del otro Pertenecen el uno al otro. Desde esta pertenencia del uno al otro, nunca considerada de más cerca, es desde donde el hombre y el ser han sido los primeros en recibir las determinaciones esenciales con las que la filosofía los entiende de modo metafísico.
Ignoraremos obstinadamente esta mutua pertenencia que prevalece en el hombre y el ser, mientras sigamos representando todo sólo a base de ordenaciones y mediaciones, con o sin dialéctica. De este modo encontramos siempre conexiones que han sido enlazadas, bien a partir del ser, bien a partir del hombre, y que presentan la mutua pertenencia de hombre y ser como un entrelazamiento.
No nos detendremos todavía en la mutua pertenencia. ¿Pero, cómo podríamos adentrarnos allí?: apartándonos del modo de pensar representativo. Este apartarse hay que entenderlo como un salto que salta fuera de la representación usual del hombre como animal racional, que en la época moderna llegó a convertirse en sujeto para su objeto. .Al mismo tiempo, el salto salta fuera del ser. Ahora bien en, éste ha sido interpretado desde la aurora del pensamiento occidental como el fundamento en el que se funda todo ente en cuanto ente.
¿a dónde salta el salto cuando salta desde el fundamento? ¿Salta a un abismo? Si, mientras nos limitemos a representar el salto, y en concreto, en el horizonte del pensar metafísico. No, mientras saltemos y nos dejemos ir. ¿A dónde? Allí, a donde estamos ya admitidos: la pertenencia al ser. Pero el ser mismo nos pertenece, pues sólo en nosotros puede presentarse como ser esto es. llegar a la presencia.
Por lo tanto, para experimentar propiamente la mutua pertenencia de hombre y ser. es necesario un salto, es necesaria la brusquedad de la vuelta sin puentes al interior de aquella pertenencia que es la primera en conceder la mutua relación de hombre y ser, y, con ello, la constelación de ambos. El salto es la puerta que abre bruscamente la entrada al dominio en el que el hombre y el ser se han encontrado desde siempre en su esencia porque han pasado a ser propios el uno del otro desde el momento en el que se han alcanzado. La puerta de entrada al dominio en donde esto sucede, acuerda y determina por vez primera la experiencia del pensar.
Extraño salto el que nos hace ver que todavía no nos detenemos lo suficiente en donde en realidad ya estamos. ¿En dónde estamos? ¿En qué constelación de ser y hombre?
Según parece, hoy, ya no necesitamos como hace años de indicaciones detalladas para llegar a contemplar la constelación desde la que el hombre y el ser se dirigen el uno al otro. Se podría pensar que es suficiente nombrar el término «era atómica» para que lleguemos a tener la experiencia de cómo llega hoy a nuestra presencia el ser en el mundo técnico.
Pero, ¿acaso podemos tomar sin más el mundo técnico y el ser como si fueran una sola cosa? Evidentemente no, ni siquiera si representamos este mundo como el todo en el que está encerrados la energía atómica, el plan calculador del hombre y la automatización. ¿Por qué una indicación de esta índole acerca del mundo técnico, aunque lo describa exhaustivamente, no nos pone ya a la vista en absoluto la constelación de ser y hombre? Porque todo análisis de la situación se queda corto al interpretar por adelantado el mencionado todo del mundo técnico desde el hombre y como su obra. Se considera lo técnico, representado en el sentido más amplio y en toda la diversidad de sus manifestaciones, como el plan que el hombre proyecta y que finalmente le obliga a decidir sí quiere convertirse en esclavo de su plan o quedar como su señor.
Mediante esta representación de la totalidad del mundo técnico, todo se reduce al hombre, y, como sumo, se exige una ética del mundo técnico. Atrapadas en esta representación, nos reafirmamos en la opinión de que la técnica es sólo una cosa del hombre. Se hace oído sordo a la llamada del ser que habla en la esencia de la técnica.
Dejemos de una vez de representar lo técnico sólo técnicamente, esto es, a partir del hombree de sus máquinas. Prestemos atención a la llamada bajo cuyo influjo se encuentran en nuestra época, no sólo el hombre, sino todo ente, naturaleza e historia en relación con su ser.
¿A qué llamada nos referimos? En todas partes se provoca a nuestro existir -a veces como juego, otras oprimido, acosado o impelido- a dedicarse a la planificación y cálculo de todo. ¿Qué se expresa en este desafío? ¿Resulta sólo de un capricho del hombre? ¿O es que lo ente mismo viene hacia nosotros de tal manera que nos habla sobre su capacidad de planificación y cálculo? Y en tal caso, ¿se encontraría provocado el ser a dejar aparecer lo ente en el horizonte de la calculabilidad? En efecto. Y no sólo esto. En la misma medida que el ser, el hombre se encuentra provocado, esto es, emplazado, a poner en lugar seguro lo ente que se dirige hacia él, corno la substancia de sus planes y cálculos, y a extender ilimitadamente tal disposición.
El nombre para la provocación conjunta que dispone de este modo al hombre y al ser el uno respecto al otro, de manera que alternan su posición , reza: com-posición. [Ge-Stell] Habrá chocado este uso de la palabra, pero también decimos en lugar de «poner», «disponer», y no objetamos nada al empleo de la palabra dis-posición.[Ge-setz] ¿Por qué no también entonces com-posición, si lo exige una mirada al estado de cosas?
Aquello, en lo que, y, a partir de lo que, hombre y ser se dirigen el uno al otro en el mundo técnico, Habla a la manera de la com-posición. En la posición alternante de hombre y ser escuchamos la llamada que determina la constelación de nuestra época. La com-posicion nos concierne en todo lugar directamente. La com-posición tiene más ser, case de que aún podamos hablar de esta manera, que toda la energía atómica y todas las máquinas, más ser que el peso de la organización, información y automatización. A primera vista, la com-posición resulta extraña porque ya no encontramos lo que significa en el horizonte de la representación, que es el que nos permite pensar el ser de lo ente como presencia -la com-posición ya no nos concierne como algo presente-. La com-posición resulta ante todo extraña porque no es una dimensión última, sino la primera en procurarnos, incluso a nosotros, lo que rige propiamente en la constelación de ser y hombre.
La mutua pertenencia de hombre y ser a modo de provocación alternante, nos muestra sorprendentemente cerca, que de la misma manera que el hombre es dado en propiedad a ser, el ser, por su parte, ha sido atribuido en propiedad al hombre. En la com-posición reina un extraño modo de dar o atribuir la propiedad. De lo que se trata es de experimentar sencillamente este juego de propiación en el que el hombre y el ser se transpropian recíprocamente, esto es, adentrarnos en aquello que nombramos Ereignis. La palabra Ereignis ha sido tomada de la lengua actual. Er-einen significa originariamente: asir con los ojos, esto es divisar, llamar con la mirada, a-propiar. La palabra Ereignis, pensada a partir del asunto indicado, debe hablar ahora como palabra conductora al servicio del pensar. Pensada como palabra conductora, se deja traducir tan poco como la palabra conductora griega lñgow, o la china Tao. La palabra Ereignis ya no significa aquí lo que en otros lugares denominamos como algún tipo de acontecimiento, algo que sucede. La palabra se utiliza ahora como singulare tantum. Lo que nombra acontece sólo en la unidad, esto es, ni siquiera en un número, sino de modo único. Lo que experimentamos en la com-posición como constelación de ser y hombre, a través del moderno mundo técnico, es sólo el preludio de lo que se llama acontecimiento de transpropiación. Pero la com-posición no se queda necesariamente detenida en su preludio, pues en el acontecimiento de transpropiación habla la posibilidad de sobreponerse al mero dominio de la com-posición para llegar a un acontecer más originario. Tal modo de sobreponerse a la com-posición a partir del acontecimiento de transpropiación para llegar a esto último, traería consigo el retroceso eventual, esto es imposible de llevar a cabo sólo por el hombre, del mundo técnico desde su papel dominante a la servidumbre, dentro del ámbito gracias al cual el hombre llega más propiamente al acontecimiento de transpropiación.
¿A dónde ha conducido el camino? A un alto de nuestro pensar en esto simple que nosotros llamamos Ereignis en el sentido más estricto de la palabra. Parece como si ahora cayésemos en el peligro de dirigir nuestro pensar con demasiada despreocupación hacia algo general muy distante, mientras que lo qué sé nos dice con aquello que quiere nombrar la palabra Er-eignis, es sólo lo más próximo de aquella proximidad en la que ya estamos. Pues, ¿qué podría resultarnos más próximo que lo que nos aproxima hacia aquello a lo que pertenecernos, en donde tenemos nuestro lugar, esto es, el acontecimiento de transpropiación?
El acontecimiento de transpropiación es el ámbito en sí mismo oscilante, mediante el cual el hombre y el ser se alcanzan el uno a otro en su esencia y adquieren lo que les es esencial al perder las determinaciones que les prestó la metafísica.
Pensar el Ereignis como acontecimiento de transpropiación, significa trabajar en la construcción de este ámbito oscilante en sí mismo. El pensar recibe del lenguaje la herramienta de trabajo para esta construcción en equilibrio. Pues el lenguaje es la oscilación más frágil y delicada que contiene a todo dentro de la construcción en equilibrio del Ereignis. En la medida en que nuestra esencia dependa del lenguaje, habitamos en el Ereignis.
Hemos llegado a un punto del camino en el que se impone la pregunta algo burda pero inevitable: ¿qué tiene que ver el Ereignis con la identidad? La respuesta es: nada. Por el contrario, la identidad tiene que ver mucho, si no todo, con el Ereignis. ¿En qué medida? Contestaremos dando unos pasos atrás por el camino andado.
El Ereignis une al hombre y al ser en su esencial dimensión mutua En la com-posición vemos un primer e insistente destello del Ereignis. Ella constituye la esencia del mundo técnico moderno. En la com-posición divisamos una mutua pertenencia de hombre y ser en la que el dejar pertenecer es lo primero que determina el modo de la dimensión mutua y de su unidad. La frase de Parménides, «lo mismo es en efecto el pensar que el ser», es la que nos conduce a la pregunta por una mutua pertenencia en la que la pertenencia tenga la preeminencia sobre lo mutuo. La pregunta por el sentido de este «lo mismo», es la pregunta por la esencia de la identidad. La doctrina de la metafísica representa la identidad como un rasgo fundamental del ser. Aquí se muestra que el ser tiene su lugar, junto con el pensar, en una identidad cuya esencia procede de ese dejar pertenecer mutuamente que llamamos Ereignis. La esencia de la identidad es una propiedad del acontecimiento de transpropiación.
En el caso de que hubiese algo sostenible en el intento de dirigir nuestro pensar al lugar de origen de la esencia de la identidad, ¿qué habría sucedido entonces con el título de la conferencia? El sentido del título: «El principio de identidad», habría cambiado.
Tal principio se presenta en primer lugar bajo la forma de un principio fundamental que presupone la identidad como un rasgo del ser, esto es, del fundamento de lo ente. Este principio, entendido como enunciado, en camino se ha convertido en un principio a modo de un salto que se separa del ser como fundamento de lo ente y, así, salta al abismo. Pero este abismo no es ni la nada vacía ni una oscura confusión, sino el acontecimiento de transpropiación. En el acontecimiento de transpropiación oscila la esencia de lo que habla como lenguaje y que en una ocasión fue denominado la casa del ser. «Principio de identidad» quiere decir ahora un salto exigido por la esencia de la identidad, ya que lo necesita si es que la mutua pertenencia de hombre y ser debe alcanzar la luz esencial del Ereignis.
En el camino que va desde el principio entendido como un enunciado sobre la identidad, hasta el principio entendido como un salto al origen de la esencia de la identidad, el pensar se ha transformado; por ello, mirando de frente la actualidad, pero pasando su mirada por encima de la situación del hombre, ve la constelación de ser y hombre a partir de aquello que los hace propios el uno del otro, a partir del acontecimiento de transpropiación.
Suponiendo que espere a nuestro encuentro la posibilidad de que la com-posición, esto es, la provocación alternante de hombre y ser en el cálculo de lo calculable, nos hable como el Ereignis que expropia al hombre y al ser para conducirlos a lo propio de ellos, habría entonces un camino libre en el que el hombre podría experimentar de modo originario lo ente, el todo del mundo técnico moderno, la naturaleza y la historia, y antes que todo su ser.
Mientras en el mundo de la era atómica, y a pesar de toda la seriedad y la responsabilidad, la reflexión sólo sienta el impulso, pero también sólo ahí se tranquilice como en la meta, de usar pacíficamente la energía atómica, el pensar quedará a medio camino. Este resultado a medias es el único que le sigue asegurando al mundo técnico su predominio metafísico de manera suficiente.
Pero, ¿en dónde se encuentra ya decidido que la naturaleza como tal tenga que seguir siendo siempre la naturaleza de la Física moderna y que la historia tenga que presentarse sólo como objeto de la Historia? Es cierto que no podemos desechar el mundo técnico actual como obra del diablo, y que tampoco podemos destruirlo, caso de que no se cuide él mismo de hacerlo.
Pero aún menos debemos dejarnos llevar por la opinión de que el mundo técnico sea de tal manera que impida totalmente separarse de él mediante un salto. Esta opinión toma a lo actual, obsesionada por ello, como lo único real. Esta opinión es en efecto fantástica, pero no lo es, por el contrario, un pensar por adelantado que mira de frente lo que viene a nosotros como palabra de la esencia de la identidad de hombre y ser.
El pensar necesitó más de dos mil años para comprender propiamente una relación tan fácil como la mediación en el interior de la identidad. ¿Acaso podemos opinar nosotros que la entrada con el pensamiento en el origen de la esencia de la identidad pueda llegar a realizarse algún día? Justamente porque tal entrada necesita un salto, precisa su tiempo, el tiempo del pensar, que es diferente al del calcular, que hoy tira en todo lugar de modo violento de nuestro pensar. Hoy en día, la máquina del pensar calcula en un segundo miles de relaciones: a pesar de su utilidad técnica están privadas de esencia.
De cualquier modo que intentemos pensar y pensemos lo que pensemos, pensarnos en el campo de la tradición. Esta prevalece cuándo nos libera del pensar en lo pasado para pensar por adelantado, lo que ya no es ningún planear.
Sólo cuando nos volvemos con el pensar hacia lo ya pensado, estamos al servicio de lo por pensar.
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