La Mente puede crear palabras
Hans-Georg Gadamer
Publicado en Gesammelte Werke, Tubinga 1995, vol. 10, pp. 58-70, traducción de Angela Ackermann Pilári en: GADAMER, H-G., Los caminos de Heidegger, Herder, Barcelona, 2002Al recordar las primeras lecciones de Heidegger a las que asistí en 1923 en Fríburgo y en 1924 en Marburgo, me viene a la mente que entonces la expresión «diferencia ontológica» era como una palabra mágica. Siempre volvió a aparecer con todo el énfasis con el que un pensador concentrado hacía sentir que aquí estaba apuntando a algo muy decisivo, aunque no expresara realmente en palabras los detalles de las conexiones y el significado de lo que quería decir. Era casi como otra expresión corriente cualquiera, con la que nos despachaba a menudo cuando tratábamos de exponer nuestros propios pequeños intentos de pensar y contribuciones. Heidegger decía entonces: «Sí, si; pero esto es óntico y no ontológico».
Intentaré que nos comprendamos acerca de qué quiere decir realmente esta diferencia entre «óntico» y «ontológico». Heidegger usó una y otra vez la expresión «diferencia ontológica» como un término simbólico. Sin embargo, nunca se hablaba de diferencia «teológica». Para ello la acuñacíón del nuevo término heídeggeríano era demasiado fuerte y éxclusiva. No obstante, sigue siendo correcto preguntar ambas cosas, qué quiere decir «el ser» y qué es lo divino y Dios. Para el giro teológico, Rudolf Otto propuso en aquel tiempo la formulación famosa «lo Otro absoluto». En esta expresión hay claramente una referencia a la diferencia. Lo diferente, lo Otro, significa en griego to heteron, y el heteron es siempre un heteron tou heterou, algo otro de lo Otro. Con la expresión de Rudolf Otto, el teólogo insiste en la diferencia absoluta que el cristiano conoce como la diferencia entre el Creador y lo creado. En ésta, verdaderamente, no se entiende lo Otro en el sentido lógico de la palabra heteron.
Quiero mencionar aún otra palabra que me quedó pegada de estos primeros tiempos de Heidegger. Cuando se aprende, al principio siempre se quedan pegadas las palabras medio comprendidas. No habría que subestimar lo mucho que se asimila así, seguramente más de lo que uno mismo es consciente y más de lo que realmente se reconoce cuando se comienza a comprender. Otra palabra sobre la que reflexiono hasta hoy y que todos los conocedores de Heidegger reconocen inmediatamente, es la expresión «lo ente en su totalidad». Aquí no tengo ninguna ventaja frente a otros conocedores de Heidegger, y sin embargo pertenezco a los pocos que en aquel tiempo llegaron a conocer esta expresión por primera vez en toda su polivalencia y su importancia. El joven Heidegger la usaba casi del mismo modo como la de «diferencia ontológica». Es una formulación muy vaga. Como lo explicaría hoy, insinuaba que Heidegger evitaba con ella una agudización terminológica demasiado provocadora y que no quería distinguir unívocamente entre ser y ente, como lo hizo posteriormente con un verdadero placer, diferenciando finalmente no sólo entre el ser y lo ente, sino aun entre el Sein [ser] y el Seyn [Ser], escrito con i griega. En la terminología del Heidegger tardío, todas estas expresiones articulan lo que antiguamente había llamado «lo ente en su totalidad». La manera más fácil de esclarecer esta formulación es recordar los primeros comienzos del pensamiento griego. Esto debía ser lo que Heidegger tenía en mente cuando decía con cierta elegancia terminológica «lo ente en su totalidad» en lugar de «el ser». Hoy me parece la mejor formulación para la intención que el poema de Parménides puso en versos. En él se habla del ser y para ello en griego se dice: «lo siendo» [participio presente singular neutro de «ser»] o «ente» (to on). Lo que llama la atención en esta palabra es el singular. Lo distintivo del pensamiento de Parménides fue que ahí uno se levantara para desterrar el no ser y lo múltiple, y lo hizo ante la enorme irrupción de conocimientos cosmológicos, astronómicos, geográficos del mundo, conocimientos del cielo, de las estrellas, de la tierra, que se había producido en Mileto. Esta ciudad fue uno de los grandes centros de la época colonial en la que los griegos exploraron y abrieron todo el ámbito mediterráneo para su civilización. El giro heideggeriano «lo ente en su totalidad» describe de manera acertada exactamente lo que presenta el poema de Parménides. En él no se pregunta por la multiplicidad de lo ente, lo que es realmente, si agua o aire o lo que fuera, y cómo todo esto se mantiene entre sí en equilibrio. No se trata del nacer y perecer que se delimita mutuamente, como el cambio de día y noche, de agua y tierra firme y todo aquello que una nación de marineros como la griega tenía inmediatamente ante los ojos en tales descripciones. De pronto, Parménides dice «lo ente» y «lo uno» que abarca todo lo ente. Este neutro, este singular «lo siendo» es un primer paso hacia el concepto. Heidegger se abstuvo en aquel tiempo conscientemente de usar la formulación posterior de «el ser», tal vez ya incluso para que no se malentendiera el ser tomándolo por el ser de lo ente, el ser-qué en el sentido de la metafísica. Parménides describió, en efecto, «el ser» como este ente en su totalidad, tal como lo llena todo homogéneamente como un único globo inmenso. En ninguna parte hay nada.
Cuando Heidegger habla posteriormente de la «diferencia ontológica» se refiere a lo que en esta fórmula aún no queda expresado, apuntando a la diferencia del ser frente a todo lo ente. Lo que esto quiere decir es bastante oscuro. En el fondo, nadie sabe lo que quiere decir el concepto «el ser» y, sin embargo, todos tenemos una primera precomprensión cuando escuchamos esto, y entendemos que aquí se eleva a concepto el ser que corresponde a todo lo ente. De este modo se distingue de todo lo ente. Esto es lo que de entrada quiere decir «diferencia ontológica». El joven Heidegger siempre sabía que es un verdadero enigma el que experimentemos y nombremos muchas variantes de lo ente, pero que también nombremos y tengamos en consideración el ser de lo ente.
Para ilustrar lo enigmático de esta distinción, voy a narrar una historia. Después de una clase acompañé a Heidegger a su casa junto con mi amigo Gerhard Krüger. Aún debía de vivir en la Schwanenallee, por eso puedo fijar la fecha con precisión, sería en la primavera de 1924. En aquel momento ya habíamos sido bastante machacados con la diferencia ontológica y así preguntamos a Heidegger cómo realmente se hacía eso, cómo se llegaría a hacer esta diferencia ontológica. Tal vez nos interesaba llegar al concepto de la reflexión que en el idealismo alemán constituye el comienzo del pensar. Heidegger nos miró con mucha superioridad y dijo: «¡Pero no!, no somos nosotros los que hacemos esta diferenciación». Esto fue en 1924, mucho antes del llamado «viraje». Los conocedores del Heidegger tardío ya saben de sobras que la diferencia no es algo que uno hace, sino que estamos puestos en esta diferencia. El «ser» se muestra «en» lo ente, y en ello se encuentra ya la pregunta de qué significa el que «haya» lo ente. De manera introductoria se podría decir, por tanto, tal como lo formuló Heidegger en su obra tardía sobre Nietzsche, que nuestro pensamiento se encuentra desde el comienzo en el camino a la diferenciación entre lo ente y el ser. Como se sabe, el heideggerianismo o nietzscheanismo francés adoptó este sentido de diferencia y, en continuidad con Heidegger e inspirándose en él, escribió a propósito la palabra différance, o sea incorrectamente, en lugar de différence. Al parecer fue porque esta modificación hacía más consciente el sentido doble del latín, que está en differre, es decir aplazamiento y diferencia. Así, la diferencia no es algo que se hace, sino algo que se da, que se abre como un abismo. Algo se separa. Un surgir acontece.
En el Heidegger tardío, esto se llama «la apertura del ser», el acontecer que trató de conceptualizar y hacer visible en numerosos intentos de pensar. Bajo estas circunstancias el retorno a los primeros pasos del pensamiento griego era coherente. Lo que ahora se ubicaba en el centro era un tema antiguo de Heidegger, «el comienzo de la filosofía occidental» . Este título suena hoy tal vez algo anticuado. Hay que recordar aquellos años en que uno de los libros de mayor éxito de la época, el de Spengler, se llamaba La decadencia de Occidente. Todo esto se escuchaba paralelamente cuando el joven Heidegger daba lecciones sobre el comienzo de la filosofía occidental. Siempre se escuchaba ya algo de un final que formaba parte de este comienzo y, en efecto, ¿qué comienzo es realmente un comienzo si no es el comienzo de un final? En general, sólo desde un final podemos pensar algo así como un comienzo. Así, el concepto conductor de «diferencia ontológica» se extiende desde los primeros comienzos de Heidegger hasta las formulaciones más tardías de su pensamiento. Aún en los últimos tiempos se puede encontrar ocasionalmente el giro más originario de «lo ente en su totalidad».
El segundo concepto conductor que quiero comentar de manera igualmente introductoria, es la expresión «hermenéutica». No es una expresión habitual en el ámbito de la filosofía. El jurista sabía lo que era, pero -en aquel tiempo- no le daba mucha importancia. El teólogo tampoco. Incluso en Schleiermacher, el abuelo de la hermenéutica moderna, ésta se encuentra subordinada casi como una disciplina auxiliar, y en todo caso a la dialéctica. En continuidad con él, en Dilthey se incluye la hermenéutica en la psicología. Sólo el giro que Heidegger dio a la fenomenología de Husserl y que al mismo tiempo significó la recepción de la obra diltheyana por parte de la fenomenología, otorgó a la hermenéutica por primera vez una significación filosófica fundamental. El primer curso de Heidegger al que asistí, en 1923, llevaba el título «Ontología. Hermenéutica de la facticidad». Todo el alcance de nuestro tema está patente en el título de este curso. Como ocurre con los anuncios académicos, también éste tiene una prehistoria académica. Creo saber que Heidegger tuvo que renunciar en el último momento a un título planeado, porque un colega mayor tenía previsto algo parecido. Presuntamente se salió del problema restringiendo la «ontología» con la «hermenéutica». En cualquier caso, el título que resultaba de ello intrigaba mucho. ¿Qué significa aquí «ontología» y qué es «hermenéutica»? En sus lecciones introductorias, Heidegger era a menudo bastante pedante. Más tarde, como profesor universitario experimentado en el que me había convertido, me di cuenta de cómo el joven Heidegger iba empujando y aplazando una y otra vez su enorme riqueza de ideas y la densidad de sus pensamientos, como si fuera por la preocupación de si eso bastaría para todo el semestre. Así lo hace un joven principiante en la filosofía, especialmente si tiene algo que decir. En el caso de Heidegger también fue así, sólo que tenía muchísimo que decir. De esta manera, en las últimas semanas del curso, generalmente se descargaba casi una tempestad en la que fulguraba todo aquello que tenía en mente y que aún no había podido expresar.
Mas ¿qué es la «hermenéutica de la facticidad»? Por supuesto que podemos volver al antiguo concepto de hermenéutica. Según éste, la hermenéutica es la doctrina del entender y el arte de la interpretación de lo entendido. Heidegger expuso esto de manera complicada a sus estudiantes en la lección introductoria de 1923, que ahora está disponible en forma impresa.[i] Pero luego, después de estos preparativos, resumió la situación del problema actual de la filosofía. Aunque este capítulo todavía no es de esa claridad iluminadora como generalmente en el Heidegger más tardío, se puede ver en él cómo el joven Heidegger vio entonces la situación de la filosofía. Había dos cosas. Una era el historicismo, presente sobre todo en la gran figura de Dilthey, su escuela y sus sucesores. Su «conciencia histórica» nos exigía a todos una nueva autoconciencia metódica. La manera en que el idealismo alemán hablaba de lo absoluto ya no era admisible.
Debemos confrontarnos constantemente con la pregunta de cómo, en general, se puede exigir aún a una obra de pensamiento filosófico una verdad válida ante el surgimiento de la conciencia histórica. En mi juventud, este historicismo fue el desafío ante el que se encontraba el filosofar. Uno se veía confrontado con el problema del relativismo histórico. Hay gente que hoy me toman también a mí como relativista. Pero Heidegger mostró que esto sólo podría ser válido desde una posición ficticia de una observación absoluta, en la que uno se conforma con constatar y tomar nota objetivamente de qué era lo que se pensó en los distintos tiempos de la historia del pensamiento de Occidente. Heidegger opone a esto otra posibilidad extrema. En el Heidegger de entonces suena muy respetuoso, pero no se sabe si la intención tal vez fue provocadora precisamente por tener un tono respetuoso. Pues yo diría que el acusado era en todo caso el sistema de la filosofía. Casi se escucha el nombre de Rickert. Heidegger describe un pensamiento de orden que trata de integrar, a fín de cuentas, lo temporal en la eternidad. Esta es una formulación bonita e interesante. Según ella, el relativismo estaría enfrentado a una filosofía que abarca sistemáticamente lo absoluto e integra todos los problemas de la filosofía en un gran contexto. La tesis opuesta de Heidegger fue que en estas dos formas se descuida y se oculta lo esencial de la filosofía. De lo que más bien se trataría esencialmente sería encontrar el arraigo del preguntar filosófico en la existencia humana fáctica. Por tanto, la facticidad quiere decir la existencia del ser humano. Desde el aspecto temático aún significa algo más. He reflexionado sobre esta formación verbal, sobre el origen de «facticidad». En- realidad, factum sería suficiente. Pero en el neokantianismo, la última base del apriorismo era el facto de la ciencia. justamente esto no podía ser suficiente.
Desde el punto de vista histórico, la palabra «facticidad» estaría inicialmente relacionada con el problema teológico que planteaba la síntesis hegeliana de fe y saber. Frente a ella, la iglesia cristiana tenía que insistir en la fe en la Pascua de Resurrección, es decir, en el hecho de la Resurrección. La facticidad subraya el carácter efectivo de un hecho. Así se convierte en una formulación provocadora para todo querer entender, por ejemplo, cuando en Ser y tiempo se habla del estar arrojado del ser-ahí. La existencia humana implica que se llega al mundo sin haber sido preguntado y que se le llame a uno a desaparecer sin que se le pregunte. Dentro de todo su «ser arrojado», uno vive cara a su futuro con miras al cual se proyecta.
De esta manera, la hermenéutica se concentra en algo incomprensible. Pero, de algún modo, esto siempre es propio a la hermenéutica. Lo incomprendido e incomprensible desafía a la hermenéutica y la lleva al camino del preguntar obligándola a entender. En esto no hay en absoluto un hacerse dueño anticipadamente de todo lo dotado de sentido. Más bien es un responder al desafío siempre nuevo de lo incomprensible, sorprendentemente otro, extraño, oscuro, y tal vez profundo, que deberíamos comprender. Ahora bien, incluso esto sigue haciendo inocua a la paradoja inherente a la hermenéutica de la facticidad. No son cosas incomprensibles cualesquiera, sino lo que se proyecta en dirección a su sentido es lo radicalmente incomprensible, el facto del ser-ahí, y aún más lo incomprensible de no ser. Con esto tocamos unas penetraciones de la comprensión del joven Heidegger que lo convirtieron en coetáneo de la influencia de Nietzsche y de la filosofía de la vida. Es la comprensión de que la vida no sólo se despierta y brota como una semilla y está abierta, por así decirlo, a todo lo ente, tal como la semilla brota y se desarrolla hasta la flor y el fruto. Así pensó la metafísica de Aristóteles el nous y Hegel el saber absoluto. La vida, es de tal índole que además siempre crea ocultamientos que erige alrededor suyo. Hay una palabra de Heidegger ante la que fracasó más de una traducción y también algunas interpretaciones débiles: «La vida es brumosa [diesig] ». Hay que entender algo de la navegación con vela y del mar para comprender esta palabra correctamente. No tiene nada que ver con la palabra alemana dies hier [esto (que hay) aquí]. Diesig significa brumoso. Lo que sigue a esta palabra heideggeriana muestra claramente que los intérpretes no entendieron nada. Lo que se dice más adelante de la vida es: «Se rodea a sí misma constantemente de nuevo con niebla». La vida despierta es claridad y apertura a todo lo que es, pero, de repente, todo vuelve a estar cubierto y oculto. Así llegamos una y otra vez al límite de toda apertura, que siempre se retira más lejos. Schelling, como filósofo, designó esta frontera con la palabra das Unvordenkliche [lo inmemorial o imposible de anticipar con el pensamiento]. Es una palabra alemana muy hermosa. Su encanto consiste en que en ella se percibe un soplo real de este movimiento anticipatorio que siempre quiere adelantarse y anticiparse con el pensamiento y que siempre vuelve a topar con algo que no se puede averiguar con la imaginación o el pensar anticipatorio. Esto es lo previamente impensable. Cualquier persona sabe algo de esto. Un teólogo aún podría decir más que yo sobre ello. Aquí sólo quiero recordar, por ejemplo, el carácter inmemorial de la tierra patria. No se puede transmitir a nadie lo que es para uno. ¿Propiedad?, ¿pérdida?, ¿reencuentro?, ¿memoria y retorno al recuerdo? Todo esto son cosas previas a todo pensamiento que se acumulan en la vida humana. Desafian el esfuerzo de nuestra comprensión. Uno quisiera poner al descubierto lo que aún se halla en la oscuridad. Y, sin embargo, la experiencia que se hace es que esto siempre se sustrae, pero justamente por eso está siempre presente. La hermenéutica de la facticidad sabe precisamente esto. Esta hermenéutica no se rige por la curiosidad, ansiosa de lo ordenado, con la que se enseña el sistema de la filosofía en las cátedras. Se trata, a su manera, de otra forma de entender, de entender aquello que la vida misma da a entender. La hermenéutica de la facticidad se confronta con el enigma de que el ser-ahí, arrojado en el ahí, se explica a sí mismo, se proyecta constantemente cara a posibilidades, cara a algo venidero que sale al encuentro. Heidegger ha tematizado este «como» del ser-ahí a modo del «como» hermenéutico. De hecho se trata de una traducción del griego, y con un salto volvemos a estar en nuestros comienzos. Conocemos este «como» de la fundamentación de la metafísica por Aristóteles: lo «ente como [en cuanto] lo ente» (on he on). Esto no significa lo ente, sino el ser que lo ente es, y el hecho de que es, con independencia de esto y lo otro que le pueda corresponder. Más tarde, este ser independiente y desvinculado de todos los posibles predicados y accidentes fue formulado con la palabra conceptual neoplatónica de «lo absoluto». Heidegger buscó muy pronto la ayuda de Aristóteles para entender lo que realmente es el ser. En unos apuntes de curso tempranos se encuentra la frase: «Volver de la hermenéutica de la facticidad a A.», lo que evidentemente quería decir Aristóteles. Si se parte de la hermenéutica de la facticidad, es decir, de la autoexplicación del ser-ahí, se muestra que el ser-ahí siempre se proyecta a su futuro teniendo presente al mismo tiempo su finitud. En su conocida formulación del «correr hacia la muerte» [«Vorlaufen zum Tod»], Heidegger caracterizó esto como la autenticidad del ser-ahí. El ser en el ahí es así un ser-ahí entre dos oscuridades, el futuro y el origen. Esto es lo que nos enseña la hermenéutica de la facticidad: apunta al concepto radicalmente contrario al espíritu absoluto de Hegel y su transparencia a sí mismo.
A pesar de toda la densidad de la experiencia, para cualquiera que se ha educado en el pensamiento de Occidente y su horizonte religioso, resulta oscuro lo que realmente significa «ser». ¿Qué significa: «ello es ahí»? Esto es el secreto del ahí, no de aquello que es ahí, sino del hecho de que el «ahí» es. Esto no significa la existencia humana, como en la formulación «la lucha por la existencia», sino el hecho de que en el ser humano se abre el ahí y que, en toda su apertura, al mismo tiempo queda oculto.
Heidegger tematizó ambos aspectos en sus conocidas discusiones sobre el concepto de aletheia, entendido como desocultamiento y ocultamiento. Lo que constituye la tarea de la hermenéutica viene dado especialmente por la tendencia del ocultamiento del ser-ahí. Debe destapar y descubrir aquello que impide el querer entender. Esto significa «destrucción» y en el uso del lenguaje de los años veinte no se refiere a lo que les sugiere a nuestros traductores ingleses y franceses, es decir que es destructivo y demuestra demolición y nihilismo. Se trata del desmontar y del poner al descubierto. Va en contra del ocultamiento y se propone poner al descubierto lo que estaba cubierto. Mas en toda autoexplicación del ser-ahí se produce un encubrimiento. Todo ser-ahí se entiende a partir de su entorno y su vida cotidiana y se articula en la forma del lenguaje en la que se mueve. En esta medida, siempre y en todas parte se produce un ocultar, y siempre también la destrucción de las ocultaciones. Así llegamos también a un sentido más restringido y técnico de destrucción, que determinó en gran medida los comienzos filosóficos de Heidegger. Nos mostró cómo había que practicar la destrucción de los conceptos en los que solía pensar la filosofía coetánea. Esto también era destrucción, y también se realizó en función de un poner al descubierto. ¿Qué es realmente «conciencia»? Esto lleva de Hegel a Kant, a Leibniz y Descartes, a la escolástica tardía, al neoplatonismo cristiano, al platonismo pagano y finalmente a Aristóteles, Platón y Parménides. Cuando Heidegger habla en este contexto de destrucción se refiere especialmente a Aristóteles, y sobre todo al Aristóteles de interpretación tomista con el que fue educado. Pero luego, a comienzos de la década de 1920, el genio de su propio pensamiento había alcanzado la libertad, y así volvió a estudiar nuevamente a Aristóteles. Así descubrió que también en Aristóteles se podía encontrar una autoexplicación humana originaria, aunque no inmediatamente reconocible en su Física y Metafísica, que evidentemente tiene una función central para la historia de la metafísica. Lo que Heidegger quería decir, al parecer, en la anotación citada de «volver a Aristóteles», era que quería aprender de la autoexplicación del ser-ahí que había encontrado en Aristóteles, y de la enorme disciplina del pensamiento de éste. Para comenzar trabajó la Retórica. Para la significación existencial del modo de encontrarse [Befindlichkeit] le resultó importante el segundo libro. A él siguió el sexto libro de la Ética a Nicómaco, la doctrina de la phronesis, de la que yo saqué tanto provecho posteriormente. En el programa temprano, Heidegger también vio el esclarecimiento del ser-ahí, y trató de encontrar desde éste un acceso a la metafísica, proponiéndose recuperarla de su lejanía escolástica para la vida. Así lo vio Heidegger mismo y así fue como intentó ver con los ojos de Aristóteles el on he on, lo ente en cuanto lo ente, la «cuestión del ser», y esto quiere decir en una posición contraria a Platón, que tal vez se basaba en una construcción cuestionable. Pero temáticamente es correcta: sea lo que fuere el «ser», debe ser la movilidad que forma parte del ser. Nadie puede dudar que en nuestro entorno vemos lo ente en su movilidad. Por esto, ya en sus primeros esbozos de 1922-1923, Heidegger intentó pensar con Aristóteles el ser supremo como movilidad, apuntando así al concepto de lo divino, cuya esencia es la movilidad y que hace que todo lo ente sea presente. De ahí se entiende que, bajo el signo de Aristóteles, la herejía panteísta desempeñara una y otra vez un papel importante en la historia de la iglesia cristiana. Esto no es de extrañar, menos por la definición aristotélica del Dios como primer motor no movido, que por el hecho de que su divinidad se mantiene en la movilidad de la constante percepción de todo lo que es (es decir, de todo lo presente). Por eso, Heidegger se interesó especialmente por Siger de Brabante, y cuando llegó a Marburgo, lo primero que hizo comprar junto con la Suma teológica de Tomás de Aquino fue Les philosophes belges de Mandonnet.
Ahora hemos de dar un paso más para ver cómo el comienzo griego, en una larga historia del pensamiento, se transformó en un esquema determinante de la ontología y fue llamado metafísica desde la Física de Aristóteles. Lo que aquí designa física no es que algo esté en movimiento, sino que algo es de tal manera que en sí mismo está en estado de movimiento (debido a la arche de la kinesis). Para ello tenemos que separarnos completamente del concepto de movimiento de nuestra física. Ésta prescinde del todo de lo que se mueve en cada caso y de este modo obtiene los principios de la mecánica de la relación de lugar, tiempo y velocidad que corresponden al movimiento como tal. La física de Galileo abstrae, por tanto, de lo que se mueve en particular. Recordemos las experiencias escolares. En las clases de física vimos que en el vacío, una pluma caía con la misma velocidad que una ficha de plomo. La movilidad, en cambio, no sólo se refiere a algo así como este proceso de la caída como tal, sino sobre todo al ser de la vis motriz de lo ente viviente. Heidegger utilizó esto para análisis muy profundos que se conocen de su trabajo de 1939 sobre el segundo libro de la Física.[ii] En el fondo, ya allí se trata de la conexión entre tiempo y ser. Por esto, en cierto modo, la Física era el libro más importante de Aristóteles. En él se muestra el ahí del ser en el carácter fundamental de la movilidad, que por esto mismo también lo oculta. El misterioso prodigio del estar atento espiritualmente incluye que ver-algo y pensar-algo no es un movimiento que lleva de algo al final de ese algo. Antes bien, quien se fija en algo, sólo entonces lo ve realmente, y cuando el pensamiento se dirige a algo, entonces se reflexiona realmente sobre ese algo. Así, la movilidad es el mantenerse-en-el-ser, y a través de esta movilidad del estar atento humano sopla todo el aliento de la vivacidad que nos permite estar abiertos una y otra vez para un nuevo entender. Estos son rasgos fundamentales del «ahí», que se pueden mostrar en las categorías y conceptos con los que Aristóteles trabajó por primera vez la Física. A estos conceptos pertenece el de energeia, el estar-en-obra (por ejemplo, de una pieza en obra). Lo terminado se llama telos y la máxima distinción de la naturaleza viviente es, en efecto, el que tenga movilidad en sí misma (que ya es del todo viva, que tiene su telos en sí misma). Para los habilidosos griegos con sus destrezas, sólo lo completamente acabado estaba verdaderamente ahí, estaba tan presente como todo lo que es desde siempre o como lo que es de tal manera que siempre se produce. De esta manera la Física lleva a la onto-teología. Cuando Heidegger planeó sus proyectos acerca de la Metafísica de Aristóteles, estaba totalmente convencido de que «ser» -ya fuera vivo o no- es por su sentido propio movilidad, está en movimiento, es decir, es la energeia del dynamei on. A partir de sus antecesores, Aristóteles había elaborado los medios conceptuales para expresar lo que significa ser en oposición al constante ser diferente que está en movimiento.
Cuando Heidegger elaboró estas cosas, al parecer lo hizo con una última intención de crítica a la teología. Por esto puse como título a mi ensayo introductorio para los escritos tempranos de Heidegger «El escrito “teológico” de juventud de Heidegger».[iii] Esto alude al escrito teológico de juventud de Hegel, del que los eruditos afirman con razón que en realidad contiene poca teología y que mucho antes es un tratado político. También en el caso del escrito «teológico» de juventud de Heidegger aparentemente no se trata de teología sino de Aristóteles.
Sin embargo, en el fondo era una crítica teológica a la que apuntaba Heidegger como pensador cristiano apremiado. A partir de este interés dio tanta fuerza a Aristóteles y trató de entenderlo desde los impulsos básicos de la existencia humana tal como Aristóteles la entendió en su Retórica y su filosofía práctica. Heidegger quería examinar si la metafísica aristotélica y su pregunta por el ser bastaba para lo que él mismo estaba buscando. Está claro que esto no es lo que buscamos cuando nos confrontamos desde nuestra educación cristiana con la idea originaria de la Encarnación, algo que no se puede confundir con la parousia, el modo en que los dioses se muestran a los seres humanos. Cómo hay que comprender el misterio de la Trinidad, al que incluso Agustín sólo se atrevió a acercarse con prudentes analogías? Son cosas misteriosas y muy diferentes a las que no podemos abordar como pensadores y que no podemos comprender con las categorías de la física y metafísica aristotélicas y menos aún con las de la ciencia moderna. En este sentido, la disputa de Lutero y los otros reformadores en torno al sacramento de la comunión es una expresión simbólica de la dificultad conceptual de abordar con el pensamiento el mensaje de Salvación de la iglesia cristiana. Hay que entender el retorno de Heidegger a la metafísica aristotélica como un retorno con la intención de una crítica teológica. Esto es casi tan provocativo como el lema manuscrito que había anotado al comienzo de su programa. Allí se decía que la teología cristiana, con su recepción de Aristóteles no había hecho más que tomar prestado un lenguaje conceptual y en concreto uno que no es apropiado para expresar lo que importa en la fe en Cristo.
Ahora bien, es importante que tengamos en claro que ya no vivimos en los comienzos griegos. El reencuentro con Aristóteles y con todo el pensamiento griego, que había dominado durante siglos la historia de Occidente, no cambia en nada el hecho de que estamos irrevocablemente marcados por nuestra propia herencia occidental. Si bien es cierto que ahora queda puesto de relieve que estas tradiciones del pensamiento son ocultaciones de los comienzos más originarios, no obstante, todo ocultamiento tiene su función en la vida. Todos lo sabemos. ¿Qué sería la vida sin olvido? Y, no obstante, nuestra tarea es desmontar con el pensamiento los ocultamientos, retornar a experiencias originarias y elevarlas a conceptos. En esto, el pensamiento griego sigue siendo modélico para nosotros. Las experiencias originarias del pensamiento griego -adoptándolas aunque sin pensarlo- fueron asimiladas por la cultura científica de nuestro tiempo. Fue necesario el refinado arte de pensar de un Hegel para lograr una cierta reconciliación entre la Ilustración moderna y el mensaje cristiano. Precisamente por esto, Hegel fue un desafío constante para Heidegger, quien vio en él al último griego. Pero ¿cómo nos puede ayudar una mera mediación dialéctica en nuestra confrontación con la Ilustración moderna? A esto apuntaba Heidegger constantemente en sus últimos años de vida, y sin duda también en su viaje por Grecia en el Mar Egeo cuando emergió una isla en la niebla matutina. Desde allí me escribió: «Aún no pensamos los griegos de una manera lo bastante griega». ¿Qué era para los griegos «ser»? Ser es el «aparecer».
¿Qué quería decir con esto? ¿Que siempre olvidamos nuestra distancia de ellos? ¿O que nosotros, al seguir teniéndolos presentes, avanzamos en nuestro propio camino? ¿Recordar la experiencia de Hölderlin de lo divino en la naturaleza y la historia? Tal vez Heidegger lo pensaría así. En su juventud seguramente aún no pensaría que también a él le faltaría hasta el final el adecuado lenguaje conceptual para la tarea de su vida. En los años posteriores, él mismo lo expresaba así cuando hablaba de la superación de la metafísica, o del lenguaje de la metafísica, o de la transición en la que nos encontramos. Para él, siempre volvíamos a recaer en el lenguaje de la metafísica, incluso él mismo. Heidegger reconoció esto una y otra vez en sus escritos, y aún más nos lo hizo sentir a nosotros, justamente también por medio de sus propias osadías lingüísticas. Aunque sabía que el lenguaje nos sostiene como un elemento, a menudo lo forzó para que se enfrentara a sí mismo.
De hecho, ¿qué es el lenguaje de la metafísica? ¿Qué significa aquí «lenguaje»? Muchas veces no pude seguir los forzamientos del lenguaje y de las interpretaciones de Heidegger y, sin embargo, me esforcé en seguir desarrollando el impulso hermenéutico que había recibido de él. No intenté recorrer los pasos del pensamiento occidental como un camino previamente trazado, sino que puse todos los esfuerzos hermenéuticos para entrar en diálogo con Platón, Plotino, Agustín o Tomás y con quien fuera, para conseguir la participación de todos ellos en nuestra aspiración de encontrar el lenguaje adecuado para lo buscado. No cabe duda de que todos estamos en la diferencia ontológica y que desde ella nunca podremos o pretendemos superar con el pensamiento la diferencia teológica entre lo divino y lo creado; Hegel se expuso valientemente a una tal tentación gnóstica, sin sucumbir del todo ante ella. Más, el camino que siguió Heidegger no fue el de Hegel. Se orientó por la fuerza enunciativa de Hölderlin; y aunque no pudo servirse para sus propósitos de la cercanía de la palabra poética, tampoco dejó que el lenguaje conceptual dialéctico se convirtiera en tentación para él.
He intentado seguir los caminos señalados por Heidegger. Lo que comprendí en los textos antiguos siempre lo tuve presente, ciertamente no en sus palabras sino en las nuestras, aunque esto sólo se logra de manera aproximada. Pero en este punto aún se trata de otra cosa. Recordemos otra vez los resultados más profundos de su comprensión que le unían, por ejemplo, con el escritor coetáneo Hamsun y que le confrontaban constantemente, sobre todo, con Nietzsche. La cuestión no es sólo que en la conciencia siempre actúa también la represión, aunque la conciencia está expuesta a la luz a cambio de que otras cosas queden suprimidas. Pero aquello que queda suprimido no deja simplemente de existir. El tema de los sueños del psicoanálisis es bien conocido y aun así sólo es un débil testimonio de la estructura de las pulsiones a la merced de las cuales hemos de vivir constantemente. Tanto nuestro pensamiento como nuestras presuposiciones están siempre amenazadas de sucumbir al désir. Por esto no podemos ocultarnos lo difícil y lo imprescindible que es vivir en el diálogo. No buscamos el diálogo pare entender mejor al otro. Más bien somos nosotros mismos los que estamos amenazados por el anquilosamiento de nuestros conceptos cuando queremos decir algo esperando que el otro nos reciba. Mis propios intentos de pensar se guían aún por otra evidencia. Lo decisivo no es que no entendamos al otro, sino que no nos entendemos a nosotros mismos. Cuando intentamos entender al otro, hacemos la experiencia hermenéutica de que debemos romper una resistencia dentro de nosotros si queremos escuchar al otro como otro. Ésta es realmente una determinación fundamental y radical de toda existencia humana que domina aún nuestra llamada autocomprensión. Lo que en el siglo XVIII se llamaba «amor propio», hoy lo llamamos «narcisismo». Pero por mucho que queramos relacionar comprensiones modernas con antiguas, queda claro en todo caso que el habla misma es una forma de vida que es brumosa como la vida y que también se vuelve a rodear de niebla una y otra vez. Así, nos movemos una y otra vez sólo durante un rato en un claro en medio de la niebla que nos rodea nuevamente cuando buscamos la palabra adecuada. Se vive con más facilidad cuando todo va según los propios deseos, pero la dialéctica del reconocimiento exige que no podemos esperar laureles triviales. Esto lo experimentamos en la resistencia que sentimos cuando hemos de respetar al otro frente a nosotros. Para tener conciencia de ello nos puede ayudar el que superemos nuestros prejuicios para acercarnos a las cosas mismas y que nos veamos, finalmente, puestos en cuestión a nosotros mismos. Pero ¿desde dónde, si no es desde el otro que insiste en sí mismo? Quiero terminar, por tanto, con una breve cita de Kierkegaard que deja especialmente claro este punto y que también puede justificar tal vez el sentido más profundo de mi insistencia en el diálogo, en el que, exclusivamente, vive el lenguaje. Se trata del título de un discurso que Kierkegaard escribió en cierta ocasión: «Acerca de lo edificante en el pensamiento, nunca tener razón ante Dios».
[i] Gesamtausgabe, vol. 63 (Francfort 1988), pág. 9 ss.
[ii] «Vom Wesen und Begriff der Fæsiw Aristoteles, Physik B, 1 », ahora en Wegmarken, Francfort 1967 (Gesamtausgabe vol. 9, Francfort 1976). Trad. castellana: Hitos, Madrid, Alianza, 2001.
[iii] En Dilthey Jahrbuch 6 (1989), págs. 228-234.
Intentaré que nos comprendamos acerca de qué quiere decir realmente esta diferencia entre «óntico» y «ontológico». Heidegger usó una y otra vez la expresión «diferencia ontológica» como un término simbólico. Sin embargo, nunca se hablaba de diferencia «teológica». Para ello la acuñacíón del nuevo término heídeggeríano era demasiado fuerte y éxclusiva. No obstante, sigue siendo correcto preguntar ambas cosas, qué quiere decir «el ser» y qué es lo divino y Dios. Para el giro teológico, Rudolf Otto propuso en aquel tiempo la formulación famosa «lo Otro absoluto». En esta expresión hay claramente una referencia a la diferencia. Lo diferente, lo Otro, significa en griego to heteron, y el heteron es siempre un heteron tou heterou, algo otro de lo Otro. Con la expresión de Rudolf Otto, el teólogo insiste en la diferencia absoluta que el cristiano conoce como la diferencia entre el Creador y lo creado. En ésta, verdaderamente, no se entiende lo Otro en el sentido lógico de la palabra heteron.
Quiero mencionar aún otra palabra que me quedó pegada de estos primeros tiempos de Heidegger. Cuando se aprende, al principio siempre se quedan pegadas las palabras medio comprendidas. No habría que subestimar lo mucho que se asimila así, seguramente más de lo que uno mismo es consciente y más de lo que realmente se reconoce cuando se comienza a comprender. Otra palabra sobre la que reflexiono hasta hoy y que todos los conocedores de Heidegger reconocen inmediatamente, es la expresión «lo ente en su totalidad». Aquí no tengo ninguna ventaja frente a otros conocedores de Heidegger, y sin embargo pertenezco a los pocos que en aquel tiempo llegaron a conocer esta expresión por primera vez en toda su polivalencia y su importancia. El joven Heidegger la usaba casi del mismo modo como la de «diferencia ontológica». Es una formulación muy vaga. Como lo explicaría hoy, insinuaba que Heidegger evitaba con ella una agudización terminológica demasiado provocadora y que no quería distinguir unívocamente entre ser y ente, como lo hizo posteriormente con un verdadero placer, diferenciando finalmente no sólo entre el ser y lo ente, sino aun entre el Sein [ser] y el Seyn [Ser], escrito con i griega. En la terminología del Heidegger tardío, todas estas expresiones articulan lo que antiguamente había llamado «lo ente en su totalidad». La manera más fácil de esclarecer esta formulación es recordar los primeros comienzos del pensamiento griego. Esto debía ser lo que Heidegger tenía en mente cuando decía con cierta elegancia terminológica «lo ente en su totalidad» en lugar de «el ser». Hoy me parece la mejor formulación para la intención que el poema de Parménides puso en versos. En él se habla del ser y para ello en griego se dice: «lo siendo» [participio presente singular neutro de «ser»] o «ente» (to on). Lo que llama la atención en esta palabra es el singular. Lo distintivo del pensamiento de Parménides fue que ahí uno se levantara para desterrar el no ser y lo múltiple, y lo hizo ante la enorme irrupción de conocimientos cosmológicos, astronómicos, geográficos del mundo, conocimientos del cielo, de las estrellas, de la tierra, que se había producido en Mileto. Esta ciudad fue uno de los grandes centros de la época colonial en la que los griegos exploraron y abrieron todo el ámbito mediterráneo para su civilización. El giro heideggeriano «lo ente en su totalidad» describe de manera acertada exactamente lo que presenta el poema de Parménides. En él no se pregunta por la multiplicidad de lo ente, lo que es realmente, si agua o aire o lo que fuera, y cómo todo esto se mantiene entre sí en equilibrio. No se trata del nacer y perecer que se delimita mutuamente, como el cambio de día y noche, de agua y tierra firme y todo aquello que una nación de marineros como la griega tenía inmediatamente ante los ojos en tales descripciones. De pronto, Parménides dice «lo ente» y «lo uno» que abarca todo lo ente. Este neutro, este singular «lo siendo» es un primer paso hacia el concepto. Heidegger se abstuvo en aquel tiempo conscientemente de usar la formulación posterior de «el ser», tal vez ya incluso para que no se malentendiera el ser tomándolo por el ser de lo ente, el ser-qué en el sentido de la metafísica. Parménides describió, en efecto, «el ser» como este ente en su totalidad, tal como lo llena todo homogéneamente como un único globo inmenso. En ninguna parte hay nada.
Cuando Heidegger habla posteriormente de la «diferencia ontológica» se refiere a lo que en esta fórmula aún no queda expresado, apuntando a la diferencia del ser frente a todo lo ente. Lo que esto quiere decir es bastante oscuro. En el fondo, nadie sabe lo que quiere decir el concepto «el ser» y, sin embargo, todos tenemos una primera precomprensión cuando escuchamos esto, y entendemos que aquí se eleva a concepto el ser que corresponde a todo lo ente. De este modo se distingue de todo lo ente. Esto es lo que de entrada quiere decir «diferencia ontológica». El joven Heidegger siempre sabía que es un verdadero enigma el que experimentemos y nombremos muchas variantes de lo ente, pero que también nombremos y tengamos en consideración el ser de lo ente.
Para ilustrar lo enigmático de esta distinción, voy a narrar una historia. Después de una clase acompañé a Heidegger a su casa junto con mi amigo Gerhard Krüger. Aún debía de vivir en la Schwanenallee, por eso puedo fijar la fecha con precisión, sería en la primavera de 1924. En aquel momento ya habíamos sido bastante machacados con la diferencia ontológica y así preguntamos a Heidegger cómo realmente se hacía eso, cómo se llegaría a hacer esta diferencia ontológica. Tal vez nos interesaba llegar al concepto de la reflexión que en el idealismo alemán constituye el comienzo del pensar. Heidegger nos miró con mucha superioridad y dijo: «¡Pero no!, no somos nosotros los que hacemos esta diferenciación». Esto fue en 1924, mucho antes del llamado «viraje». Los conocedores del Heidegger tardío ya saben de sobras que la diferencia no es algo que uno hace, sino que estamos puestos en esta diferencia. El «ser» se muestra «en» lo ente, y en ello se encuentra ya la pregunta de qué significa el que «haya» lo ente. De manera introductoria se podría decir, por tanto, tal como lo formuló Heidegger en su obra tardía sobre Nietzsche, que nuestro pensamiento se encuentra desde el comienzo en el camino a la diferenciación entre lo ente y el ser. Como se sabe, el heideggerianismo o nietzscheanismo francés adoptó este sentido de diferencia y, en continuidad con Heidegger e inspirándose en él, escribió a propósito la palabra différance, o sea incorrectamente, en lugar de différence. Al parecer fue porque esta modificación hacía más consciente el sentido doble del latín, que está en differre, es decir aplazamiento y diferencia. Así, la diferencia no es algo que se hace, sino algo que se da, que se abre como un abismo. Algo se separa. Un surgir acontece.
En el Heidegger tardío, esto se llama «la apertura del ser», el acontecer que trató de conceptualizar y hacer visible en numerosos intentos de pensar. Bajo estas circunstancias el retorno a los primeros pasos del pensamiento griego era coherente. Lo que ahora se ubicaba en el centro era un tema antiguo de Heidegger, «el comienzo de la filosofía occidental» . Este título suena hoy tal vez algo anticuado. Hay que recordar aquellos años en que uno de los libros de mayor éxito de la época, el de Spengler, se llamaba La decadencia de Occidente. Todo esto se escuchaba paralelamente cuando el joven Heidegger daba lecciones sobre el comienzo de la filosofía occidental. Siempre se escuchaba ya algo de un final que formaba parte de este comienzo y, en efecto, ¿qué comienzo es realmente un comienzo si no es el comienzo de un final? En general, sólo desde un final podemos pensar algo así como un comienzo. Así, el concepto conductor de «diferencia ontológica» se extiende desde los primeros comienzos de Heidegger hasta las formulaciones más tardías de su pensamiento. Aún en los últimos tiempos se puede encontrar ocasionalmente el giro más originario de «lo ente en su totalidad».
El segundo concepto conductor que quiero comentar de manera igualmente introductoria, es la expresión «hermenéutica». No es una expresión habitual en el ámbito de la filosofía. El jurista sabía lo que era, pero -en aquel tiempo- no le daba mucha importancia. El teólogo tampoco. Incluso en Schleiermacher, el abuelo de la hermenéutica moderna, ésta se encuentra subordinada casi como una disciplina auxiliar, y en todo caso a la dialéctica. En continuidad con él, en Dilthey se incluye la hermenéutica en la psicología. Sólo el giro que Heidegger dio a la fenomenología de Husserl y que al mismo tiempo significó la recepción de la obra diltheyana por parte de la fenomenología, otorgó a la hermenéutica por primera vez una significación filosófica fundamental. El primer curso de Heidegger al que asistí, en 1923, llevaba el título «Ontología. Hermenéutica de la facticidad». Todo el alcance de nuestro tema está patente en el título de este curso. Como ocurre con los anuncios académicos, también éste tiene una prehistoria académica. Creo saber que Heidegger tuvo que renunciar en el último momento a un título planeado, porque un colega mayor tenía previsto algo parecido. Presuntamente se salió del problema restringiendo la «ontología» con la «hermenéutica». En cualquier caso, el título que resultaba de ello intrigaba mucho. ¿Qué significa aquí «ontología» y qué es «hermenéutica»? En sus lecciones introductorias, Heidegger era a menudo bastante pedante. Más tarde, como profesor universitario experimentado en el que me había convertido, me di cuenta de cómo el joven Heidegger iba empujando y aplazando una y otra vez su enorme riqueza de ideas y la densidad de sus pensamientos, como si fuera por la preocupación de si eso bastaría para todo el semestre. Así lo hace un joven principiante en la filosofía, especialmente si tiene algo que decir. En el caso de Heidegger también fue así, sólo que tenía muchísimo que decir. De esta manera, en las últimas semanas del curso, generalmente se descargaba casi una tempestad en la que fulguraba todo aquello que tenía en mente y que aún no había podido expresar.
Mas ¿qué es la «hermenéutica de la facticidad»? Por supuesto que podemos volver al antiguo concepto de hermenéutica. Según éste, la hermenéutica es la doctrina del entender y el arte de la interpretación de lo entendido. Heidegger expuso esto de manera complicada a sus estudiantes en la lección introductoria de 1923, que ahora está disponible en forma impresa.[i] Pero luego, después de estos preparativos, resumió la situación del problema actual de la filosofía. Aunque este capítulo todavía no es de esa claridad iluminadora como generalmente en el Heidegger más tardío, se puede ver en él cómo el joven Heidegger vio entonces la situación de la filosofía. Había dos cosas. Una era el historicismo, presente sobre todo en la gran figura de Dilthey, su escuela y sus sucesores. Su «conciencia histórica» nos exigía a todos una nueva autoconciencia metódica. La manera en que el idealismo alemán hablaba de lo absoluto ya no era admisible.
Debemos confrontarnos constantemente con la pregunta de cómo, en general, se puede exigir aún a una obra de pensamiento filosófico una verdad válida ante el surgimiento de la conciencia histórica. En mi juventud, este historicismo fue el desafío ante el que se encontraba el filosofar. Uno se veía confrontado con el problema del relativismo histórico. Hay gente que hoy me toman también a mí como relativista. Pero Heidegger mostró que esto sólo podría ser válido desde una posición ficticia de una observación absoluta, en la que uno se conforma con constatar y tomar nota objetivamente de qué era lo que se pensó en los distintos tiempos de la historia del pensamiento de Occidente. Heidegger opone a esto otra posibilidad extrema. En el Heidegger de entonces suena muy respetuoso, pero no se sabe si la intención tal vez fue provocadora precisamente por tener un tono respetuoso. Pues yo diría que el acusado era en todo caso el sistema de la filosofía. Casi se escucha el nombre de Rickert. Heidegger describe un pensamiento de orden que trata de integrar, a fín de cuentas, lo temporal en la eternidad. Esta es una formulación bonita e interesante. Según ella, el relativismo estaría enfrentado a una filosofía que abarca sistemáticamente lo absoluto e integra todos los problemas de la filosofía en un gran contexto. La tesis opuesta de Heidegger fue que en estas dos formas se descuida y se oculta lo esencial de la filosofía. De lo que más bien se trataría esencialmente sería encontrar el arraigo del preguntar filosófico en la existencia humana fáctica. Por tanto, la facticidad quiere decir la existencia del ser humano. Desde el aspecto temático aún significa algo más. He reflexionado sobre esta formación verbal, sobre el origen de «facticidad». En- realidad, factum sería suficiente. Pero en el neokantianismo, la última base del apriorismo era el facto de la ciencia. justamente esto no podía ser suficiente.
Desde el punto de vista histórico, la palabra «facticidad» estaría inicialmente relacionada con el problema teológico que planteaba la síntesis hegeliana de fe y saber. Frente a ella, la iglesia cristiana tenía que insistir en la fe en la Pascua de Resurrección, es decir, en el hecho de la Resurrección. La facticidad subraya el carácter efectivo de un hecho. Así se convierte en una formulación provocadora para todo querer entender, por ejemplo, cuando en Ser y tiempo se habla del estar arrojado del ser-ahí. La existencia humana implica que se llega al mundo sin haber sido preguntado y que se le llame a uno a desaparecer sin que se le pregunte. Dentro de todo su «ser arrojado», uno vive cara a su futuro con miras al cual se proyecta.
De esta manera, la hermenéutica se concentra en algo incomprensible. Pero, de algún modo, esto siempre es propio a la hermenéutica. Lo incomprendido e incomprensible desafía a la hermenéutica y la lleva al camino del preguntar obligándola a entender. En esto no hay en absoluto un hacerse dueño anticipadamente de todo lo dotado de sentido. Más bien es un responder al desafío siempre nuevo de lo incomprensible, sorprendentemente otro, extraño, oscuro, y tal vez profundo, que deberíamos comprender. Ahora bien, incluso esto sigue haciendo inocua a la paradoja inherente a la hermenéutica de la facticidad. No son cosas incomprensibles cualesquiera, sino lo que se proyecta en dirección a su sentido es lo radicalmente incomprensible, el facto del ser-ahí, y aún más lo incomprensible de no ser. Con esto tocamos unas penetraciones de la comprensión del joven Heidegger que lo convirtieron en coetáneo de la influencia de Nietzsche y de la filosofía de la vida. Es la comprensión de que la vida no sólo se despierta y brota como una semilla y está abierta, por así decirlo, a todo lo ente, tal como la semilla brota y se desarrolla hasta la flor y el fruto. Así pensó la metafísica de Aristóteles el nous y Hegel el saber absoluto. La vida, es de tal índole que además siempre crea ocultamientos que erige alrededor suyo. Hay una palabra de Heidegger ante la que fracasó más de una traducción y también algunas interpretaciones débiles: «La vida es brumosa [diesig] ». Hay que entender algo de la navegación con vela y del mar para comprender esta palabra correctamente. No tiene nada que ver con la palabra alemana dies hier [esto (que hay) aquí]. Diesig significa brumoso. Lo que sigue a esta palabra heideggeriana muestra claramente que los intérpretes no entendieron nada. Lo que se dice más adelante de la vida es: «Se rodea a sí misma constantemente de nuevo con niebla». La vida despierta es claridad y apertura a todo lo que es, pero, de repente, todo vuelve a estar cubierto y oculto. Así llegamos una y otra vez al límite de toda apertura, que siempre se retira más lejos. Schelling, como filósofo, designó esta frontera con la palabra das Unvordenkliche [lo inmemorial o imposible de anticipar con el pensamiento]. Es una palabra alemana muy hermosa. Su encanto consiste en que en ella se percibe un soplo real de este movimiento anticipatorio que siempre quiere adelantarse y anticiparse con el pensamiento y que siempre vuelve a topar con algo que no se puede averiguar con la imaginación o el pensar anticipatorio. Esto es lo previamente impensable. Cualquier persona sabe algo de esto. Un teólogo aún podría decir más que yo sobre ello. Aquí sólo quiero recordar, por ejemplo, el carácter inmemorial de la tierra patria. No se puede transmitir a nadie lo que es para uno. ¿Propiedad?, ¿pérdida?, ¿reencuentro?, ¿memoria y retorno al recuerdo? Todo esto son cosas previas a todo pensamiento que se acumulan en la vida humana. Desafian el esfuerzo de nuestra comprensión. Uno quisiera poner al descubierto lo que aún se halla en la oscuridad. Y, sin embargo, la experiencia que se hace es que esto siempre se sustrae, pero justamente por eso está siempre presente. La hermenéutica de la facticidad sabe precisamente esto. Esta hermenéutica no se rige por la curiosidad, ansiosa de lo ordenado, con la que se enseña el sistema de la filosofía en las cátedras. Se trata, a su manera, de otra forma de entender, de entender aquello que la vida misma da a entender. La hermenéutica de la facticidad se confronta con el enigma de que el ser-ahí, arrojado en el ahí, se explica a sí mismo, se proyecta constantemente cara a posibilidades, cara a algo venidero que sale al encuentro. Heidegger ha tematizado este «como» del ser-ahí a modo del «como» hermenéutico. De hecho se trata de una traducción del griego, y con un salto volvemos a estar en nuestros comienzos. Conocemos este «como» de la fundamentación de la metafísica por Aristóteles: lo «ente como [en cuanto] lo ente» (on he on). Esto no significa lo ente, sino el ser que lo ente es, y el hecho de que es, con independencia de esto y lo otro que le pueda corresponder. Más tarde, este ser independiente y desvinculado de todos los posibles predicados y accidentes fue formulado con la palabra conceptual neoplatónica de «lo absoluto». Heidegger buscó muy pronto la ayuda de Aristóteles para entender lo que realmente es el ser. En unos apuntes de curso tempranos se encuentra la frase: «Volver de la hermenéutica de la facticidad a A.», lo que evidentemente quería decir Aristóteles. Si se parte de la hermenéutica de la facticidad, es decir, de la autoexplicación del ser-ahí, se muestra que el ser-ahí siempre se proyecta a su futuro teniendo presente al mismo tiempo su finitud. En su conocida formulación del «correr hacia la muerte» [«Vorlaufen zum Tod»], Heidegger caracterizó esto como la autenticidad del ser-ahí. El ser en el ahí es así un ser-ahí entre dos oscuridades, el futuro y el origen. Esto es lo que nos enseña la hermenéutica de la facticidad: apunta al concepto radicalmente contrario al espíritu absoluto de Hegel y su transparencia a sí mismo.
A pesar de toda la densidad de la experiencia, para cualquiera que se ha educado en el pensamiento de Occidente y su horizonte religioso, resulta oscuro lo que realmente significa «ser». ¿Qué significa: «ello es ahí»? Esto es el secreto del ahí, no de aquello que es ahí, sino del hecho de que el «ahí» es. Esto no significa la existencia humana, como en la formulación «la lucha por la existencia», sino el hecho de que en el ser humano se abre el ahí y que, en toda su apertura, al mismo tiempo queda oculto.
Heidegger tematizó ambos aspectos en sus conocidas discusiones sobre el concepto de aletheia, entendido como desocultamiento y ocultamiento. Lo que constituye la tarea de la hermenéutica viene dado especialmente por la tendencia del ocultamiento del ser-ahí. Debe destapar y descubrir aquello que impide el querer entender. Esto significa «destrucción» y en el uso del lenguaje de los años veinte no se refiere a lo que les sugiere a nuestros traductores ingleses y franceses, es decir que es destructivo y demuestra demolición y nihilismo. Se trata del desmontar y del poner al descubierto. Va en contra del ocultamiento y se propone poner al descubierto lo que estaba cubierto. Mas en toda autoexplicación del ser-ahí se produce un encubrimiento. Todo ser-ahí se entiende a partir de su entorno y su vida cotidiana y se articula en la forma del lenguaje en la que se mueve. En esta medida, siempre y en todas parte se produce un ocultar, y siempre también la destrucción de las ocultaciones. Así llegamos también a un sentido más restringido y técnico de destrucción, que determinó en gran medida los comienzos filosóficos de Heidegger. Nos mostró cómo había que practicar la destrucción de los conceptos en los que solía pensar la filosofía coetánea. Esto también era destrucción, y también se realizó en función de un poner al descubierto. ¿Qué es realmente «conciencia»? Esto lleva de Hegel a Kant, a Leibniz y Descartes, a la escolástica tardía, al neoplatonismo cristiano, al platonismo pagano y finalmente a Aristóteles, Platón y Parménides. Cuando Heidegger habla en este contexto de destrucción se refiere especialmente a Aristóteles, y sobre todo al Aristóteles de interpretación tomista con el que fue educado. Pero luego, a comienzos de la década de 1920, el genio de su propio pensamiento había alcanzado la libertad, y así volvió a estudiar nuevamente a Aristóteles. Así descubrió que también en Aristóteles se podía encontrar una autoexplicación humana originaria, aunque no inmediatamente reconocible en su Física y Metafísica, que evidentemente tiene una función central para la historia de la metafísica. Lo que Heidegger quería decir, al parecer, en la anotación citada de «volver a Aristóteles», era que quería aprender de la autoexplicación del ser-ahí que había encontrado en Aristóteles, y de la enorme disciplina del pensamiento de éste. Para comenzar trabajó la Retórica. Para la significación existencial del modo de encontrarse [Befindlichkeit] le resultó importante el segundo libro. A él siguió el sexto libro de la Ética a Nicómaco, la doctrina de la phronesis, de la que yo saqué tanto provecho posteriormente. En el programa temprano, Heidegger también vio el esclarecimiento del ser-ahí, y trató de encontrar desde éste un acceso a la metafísica, proponiéndose recuperarla de su lejanía escolástica para la vida. Así lo vio Heidegger mismo y así fue como intentó ver con los ojos de Aristóteles el on he on, lo ente en cuanto lo ente, la «cuestión del ser», y esto quiere decir en una posición contraria a Platón, que tal vez se basaba en una construcción cuestionable. Pero temáticamente es correcta: sea lo que fuere el «ser», debe ser la movilidad que forma parte del ser. Nadie puede dudar que en nuestro entorno vemos lo ente en su movilidad. Por esto, ya en sus primeros esbozos de 1922-1923, Heidegger intentó pensar con Aristóteles el ser supremo como movilidad, apuntando así al concepto de lo divino, cuya esencia es la movilidad y que hace que todo lo ente sea presente. De ahí se entiende que, bajo el signo de Aristóteles, la herejía panteísta desempeñara una y otra vez un papel importante en la historia de la iglesia cristiana. Esto no es de extrañar, menos por la definición aristotélica del Dios como primer motor no movido, que por el hecho de que su divinidad se mantiene en la movilidad de la constante percepción de todo lo que es (es decir, de todo lo presente). Por eso, Heidegger se interesó especialmente por Siger de Brabante, y cuando llegó a Marburgo, lo primero que hizo comprar junto con la Suma teológica de Tomás de Aquino fue Les philosophes belges de Mandonnet.
Ahora hemos de dar un paso más para ver cómo el comienzo griego, en una larga historia del pensamiento, se transformó en un esquema determinante de la ontología y fue llamado metafísica desde la Física de Aristóteles. Lo que aquí designa física no es que algo esté en movimiento, sino que algo es de tal manera que en sí mismo está en estado de movimiento (debido a la arche de la kinesis). Para ello tenemos que separarnos completamente del concepto de movimiento de nuestra física. Ésta prescinde del todo de lo que se mueve en cada caso y de este modo obtiene los principios de la mecánica de la relación de lugar, tiempo y velocidad que corresponden al movimiento como tal. La física de Galileo abstrae, por tanto, de lo que se mueve en particular. Recordemos las experiencias escolares. En las clases de física vimos que en el vacío, una pluma caía con la misma velocidad que una ficha de plomo. La movilidad, en cambio, no sólo se refiere a algo así como este proceso de la caída como tal, sino sobre todo al ser de la vis motriz de lo ente viviente. Heidegger utilizó esto para análisis muy profundos que se conocen de su trabajo de 1939 sobre el segundo libro de la Física.[ii] En el fondo, ya allí se trata de la conexión entre tiempo y ser. Por esto, en cierto modo, la Física era el libro más importante de Aristóteles. En él se muestra el ahí del ser en el carácter fundamental de la movilidad, que por esto mismo también lo oculta. El misterioso prodigio del estar atento espiritualmente incluye que ver-algo y pensar-algo no es un movimiento que lleva de algo al final de ese algo. Antes bien, quien se fija en algo, sólo entonces lo ve realmente, y cuando el pensamiento se dirige a algo, entonces se reflexiona realmente sobre ese algo. Así, la movilidad es el mantenerse-en-el-ser, y a través de esta movilidad del estar atento humano sopla todo el aliento de la vivacidad que nos permite estar abiertos una y otra vez para un nuevo entender. Estos son rasgos fundamentales del «ahí», que se pueden mostrar en las categorías y conceptos con los que Aristóteles trabajó por primera vez la Física. A estos conceptos pertenece el de energeia, el estar-en-obra (por ejemplo, de una pieza en obra). Lo terminado se llama telos y la máxima distinción de la naturaleza viviente es, en efecto, el que tenga movilidad en sí misma (que ya es del todo viva, que tiene su telos en sí misma). Para los habilidosos griegos con sus destrezas, sólo lo completamente acabado estaba verdaderamente ahí, estaba tan presente como todo lo que es desde siempre o como lo que es de tal manera que siempre se produce. De esta manera la Física lleva a la onto-teología. Cuando Heidegger planeó sus proyectos acerca de la Metafísica de Aristóteles, estaba totalmente convencido de que «ser» -ya fuera vivo o no- es por su sentido propio movilidad, está en movimiento, es decir, es la energeia del dynamei on. A partir de sus antecesores, Aristóteles había elaborado los medios conceptuales para expresar lo que significa ser en oposición al constante ser diferente que está en movimiento.
Cuando Heidegger elaboró estas cosas, al parecer lo hizo con una última intención de crítica a la teología. Por esto puse como título a mi ensayo introductorio para los escritos tempranos de Heidegger «El escrito “teológico” de juventud de Heidegger».[iii] Esto alude al escrito teológico de juventud de Hegel, del que los eruditos afirman con razón que en realidad contiene poca teología y que mucho antes es un tratado político. También en el caso del escrito «teológico» de juventud de Heidegger aparentemente no se trata de teología sino de Aristóteles.
Sin embargo, en el fondo era una crítica teológica a la que apuntaba Heidegger como pensador cristiano apremiado. A partir de este interés dio tanta fuerza a Aristóteles y trató de entenderlo desde los impulsos básicos de la existencia humana tal como Aristóteles la entendió en su Retórica y su filosofía práctica. Heidegger quería examinar si la metafísica aristotélica y su pregunta por el ser bastaba para lo que él mismo estaba buscando. Está claro que esto no es lo que buscamos cuando nos confrontamos desde nuestra educación cristiana con la idea originaria de la Encarnación, algo que no se puede confundir con la parousia, el modo en que los dioses se muestran a los seres humanos. Cómo hay que comprender el misterio de la Trinidad, al que incluso Agustín sólo se atrevió a acercarse con prudentes analogías? Son cosas misteriosas y muy diferentes a las que no podemos abordar como pensadores y que no podemos comprender con las categorías de la física y metafísica aristotélicas y menos aún con las de la ciencia moderna. En este sentido, la disputa de Lutero y los otros reformadores en torno al sacramento de la comunión es una expresión simbólica de la dificultad conceptual de abordar con el pensamiento el mensaje de Salvación de la iglesia cristiana. Hay que entender el retorno de Heidegger a la metafísica aristotélica como un retorno con la intención de una crítica teológica. Esto es casi tan provocativo como el lema manuscrito que había anotado al comienzo de su programa. Allí se decía que la teología cristiana, con su recepción de Aristóteles no había hecho más que tomar prestado un lenguaje conceptual y en concreto uno que no es apropiado para expresar lo que importa en la fe en Cristo.
Ahora bien, es importante que tengamos en claro que ya no vivimos en los comienzos griegos. El reencuentro con Aristóteles y con todo el pensamiento griego, que había dominado durante siglos la historia de Occidente, no cambia en nada el hecho de que estamos irrevocablemente marcados por nuestra propia herencia occidental. Si bien es cierto que ahora queda puesto de relieve que estas tradiciones del pensamiento son ocultaciones de los comienzos más originarios, no obstante, todo ocultamiento tiene su función en la vida. Todos lo sabemos. ¿Qué sería la vida sin olvido? Y, no obstante, nuestra tarea es desmontar con el pensamiento los ocultamientos, retornar a experiencias originarias y elevarlas a conceptos. En esto, el pensamiento griego sigue siendo modélico para nosotros. Las experiencias originarias del pensamiento griego -adoptándolas aunque sin pensarlo- fueron asimiladas por la cultura científica de nuestro tiempo. Fue necesario el refinado arte de pensar de un Hegel para lograr una cierta reconciliación entre la Ilustración moderna y el mensaje cristiano. Precisamente por esto, Hegel fue un desafío constante para Heidegger, quien vio en él al último griego. Pero ¿cómo nos puede ayudar una mera mediación dialéctica en nuestra confrontación con la Ilustración moderna? A esto apuntaba Heidegger constantemente en sus últimos años de vida, y sin duda también en su viaje por Grecia en el Mar Egeo cuando emergió una isla en la niebla matutina. Desde allí me escribió: «Aún no pensamos los griegos de una manera lo bastante griega». ¿Qué era para los griegos «ser»? Ser es el «aparecer».
¿Qué quería decir con esto? ¿Que siempre olvidamos nuestra distancia de ellos? ¿O que nosotros, al seguir teniéndolos presentes, avanzamos en nuestro propio camino? ¿Recordar la experiencia de Hölderlin de lo divino en la naturaleza y la historia? Tal vez Heidegger lo pensaría así. En su juventud seguramente aún no pensaría que también a él le faltaría hasta el final el adecuado lenguaje conceptual para la tarea de su vida. En los años posteriores, él mismo lo expresaba así cuando hablaba de la superación de la metafísica, o del lenguaje de la metafísica, o de la transición en la que nos encontramos. Para él, siempre volvíamos a recaer en el lenguaje de la metafísica, incluso él mismo. Heidegger reconoció esto una y otra vez en sus escritos, y aún más nos lo hizo sentir a nosotros, justamente también por medio de sus propias osadías lingüísticas. Aunque sabía que el lenguaje nos sostiene como un elemento, a menudo lo forzó para que se enfrentara a sí mismo.
De hecho, ¿qué es el lenguaje de la metafísica? ¿Qué significa aquí «lenguaje»? Muchas veces no pude seguir los forzamientos del lenguaje y de las interpretaciones de Heidegger y, sin embargo, me esforcé en seguir desarrollando el impulso hermenéutico que había recibido de él. No intenté recorrer los pasos del pensamiento occidental como un camino previamente trazado, sino que puse todos los esfuerzos hermenéuticos para entrar en diálogo con Platón, Plotino, Agustín o Tomás y con quien fuera, para conseguir la participación de todos ellos en nuestra aspiración de encontrar el lenguaje adecuado para lo buscado. No cabe duda de que todos estamos en la diferencia ontológica y que desde ella nunca podremos o pretendemos superar con el pensamiento la diferencia teológica entre lo divino y lo creado; Hegel se expuso valientemente a una tal tentación gnóstica, sin sucumbir del todo ante ella. Más, el camino que siguió Heidegger no fue el de Hegel. Se orientó por la fuerza enunciativa de Hölderlin; y aunque no pudo servirse para sus propósitos de la cercanía de la palabra poética, tampoco dejó que el lenguaje conceptual dialéctico se convirtiera en tentación para él.
He intentado seguir los caminos señalados por Heidegger. Lo que comprendí en los textos antiguos siempre lo tuve presente, ciertamente no en sus palabras sino en las nuestras, aunque esto sólo se logra de manera aproximada. Pero en este punto aún se trata de otra cosa. Recordemos otra vez los resultados más profundos de su comprensión que le unían, por ejemplo, con el escritor coetáneo Hamsun y que le confrontaban constantemente, sobre todo, con Nietzsche. La cuestión no es sólo que en la conciencia siempre actúa también la represión, aunque la conciencia está expuesta a la luz a cambio de que otras cosas queden suprimidas. Pero aquello que queda suprimido no deja simplemente de existir. El tema de los sueños del psicoanálisis es bien conocido y aun así sólo es un débil testimonio de la estructura de las pulsiones a la merced de las cuales hemos de vivir constantemente. Tanto nuestro pensamiento como nuestras presuposiciones están siempre amenazadas de sucumbir al désir. Por esto no podemos ocultarnos lo difícil y lo imprescindible que es vivir en el diálogo. No buscamos el diálogo pare entender mejor al otro. Más bien somos nosotros mismos los que estamos amenazados por el anquilosamiento de nuestros conceptos cuando queremos decir algo esperando que el otro nos reciba. Mis propios intentos de pensar se guían aún por otra evidencia. Lo decisivo no es que no entendamos al otro, sino que no nos entendemos a nosotros mismos. Cuando intentamos entender al otro, hacemos la experiencia hermenéutica de que debemos romper una resistencia dentro de nosotros si queremos escuchar al otro como otro. Ésta es realmente una determinación fundamental y radical de toda existencia humana que domina aún nuestra llamada autocomprensión. Lo que en el siglo XVIII se llamaba «amor propio», hoy lo llamamos «narcisismo». Pero por mucho que queramos relacionar comprensiones modernas con antiguas, queda claro en todo caso que el habla misma es una forma de vida que es brumosa como la vida y que también se vuelve a rodear de niebla una y otra vez. Así, nos movemos una y otra vez sólo durante un rato en un claro en medio de la niebla que nos rodea nuevamente cuando buscamos la palabra adecuada. Se vive con más facilidad cuando todo va según los propios deseos, pero la dialéctica del reconocimiento exige que no podemos esperar laureles triviales. Esto lo experimentamos en la resistencia que sentimos cuando hemos de respetar al otro frente a nosotros. Para tener conciencia de ello nos puede ayudar el que superemos nuestros prejuicios para acercarnos a las cosas mismas y que nos veamos, finalmente, puestos en cuestión a nosotros mismos. Pero ¿desde dónde, si no es desde el otro que insiste en sí mismo? Quiero terminar, por tanto, con una breve cita de Kierkegaard que deja especialmente claro este punto y que también puede justificar tal vez el sentido más profundo de mi insistencia en el diálogo, en el que, exclusivamente, vive el lenguaje. Se trata del título de un discurso que Kierkegaard escribió en cierta ocasión: «Acerca de lo edificante en el pensamiento, nunca tener razón ante Dios».
Hans-Georg Gadamer
[i] Gesamtausgabe, vol. 63 (Francfort 1988), pág. 9 ss.
[ii] «Vom Wesen und Begriff der Fæsiw Aristoteles, Physik B, 1 », ahora en Wegmarken, Francfort 1967 (Gesamtausgabe vol. 9, Francfort 1976). Trad. castellana: Hitos, Madrid, Alianza, 2001.
[iii] En Dilthey Jahrbuch 6 (1989), págs. 228-234.
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