De la comunidad mítica a la comunidad de las finitudes; una introducción al pensamiento de la Comunidad Inoperante de Jean-Luc Nancy
Lic. Carlos Roa Hewstone y Ps. Vani Albornoz Lagos - Pontificia Universidad Católica de Valparaíso
Resumen
En este trabajo abordaremos a modo de introducción, la pregunta por el estatuto de la fundación de la comunidad en el marco de la búsqueda de un vínculo comunitario originario, el cual se torna una exigencia que interroga los modos de vivir en común. A partir de diversos cuestionamientos realizados por Jean-Luc Nancy a las metafísicas de la comunidad, se pretende ahondar en el modo que para este filósofo la admisión de la alteridad resulta ser un concepto ineludible para pensar el ser-en-común, indagando la dimensión ontológica subyacente al diseño sociopolítico occidental en una dirección no-esencialista.
Abstract
In this work, it will be analyzed, as an introduction, the question about the Community Foundation status, as a part of the searching for an original community link, which becomes a requirement that questions the ways of living together. After several inquiries made by the philosopher Jean-Luc Nancy about the metaphysical of the community, this research intends to comprehend in greater detail, how the admission of the otherness, for the philosopher, is an inevitable concept to think about the being-in-common, investigating the ontological dimension under the occidental socio-political design into a non-essentialist direction.
Palabras clave
Mito, Existencia, Exposición, Comunidad, Ser abierto, Finitud
Keywords
Myth, Existence, Exposition, Community, Be open, Finiteness.
En este trabajo abordaremos a modo de introducción, la pregunta por el estatuto de la fundación de la comunidad en el marco de la búsqueda de un vínculo comunitario originario, el cual se torna una exigencia que interroga los modos de vivir en común. A partir de diversos cuestionamientos realizados por Jean-Luc Nancy a las metafísicas de la comunidad, se pretende ahondar en el modo que para este filósofo la admisión de la alteridad resulta ser un concepto ineludible para pensar el ser-en-común, indagando la dimensión ontológica subyacente al diseño sociopolítico occidental en una dirección no-esencialista.
Abstract
In this work, it will be analyzed, as an introduction, the question about the Community Foundation status, as a part of the searching for an original community link, which becomes a requirement that questions the ways of living together. After several inquiries made by the philosopher Jean-Luc Nancy about the metaphysical of the community, this research intends to comprehend in greater detail, how the admission of the otherness, for the philosopher, is an inevitable concept to think about the being-in-common, investigating the ontological dimension under the occidental socio-political design into a non-essentialist direction.
Palabras clave
Mito, Existencia, Exposición, Comunidad, Ser abierto, Finitud
Keywords
Myth, Existence, Exposition, Community, Be open, Finiteness.
Fundar la comunidad.
¿Es posible fundar una comunidad? ¿La comunidad se funda? ¿No estamos ya en comunidad, en el ser de unos en respectividad de otros? Aparentemente, la comunidad estaría ya dada en un ser común a todos que nos recorre sin necesidad de una fundación. No obstante, lo llamativo del asunto es el requerimiento que desde Grecia -e inclusive antes- ha habido de fundar una comunidad a partir del contrato, de la no-guerra de todos contra todos, de la sociedad de la razón y toda la herencia ilustrada decantada en la democracia contemporánea.
Toda una tradición de pensamiento ha hecho de las diversas relaciones que es posible establecer entre sujeto, soberanía y pertenencia, así como últimamente, la relación entre conectividad y multitud, un escenario propicio para pensar las tensiones entre singularidad y comunidad. Esto nos coloca ante las dificultades que trae interrogarse por aspectos del pensamiento político, ético y filosófico contemporáneo, tales como las relaciones entre individuo, comunidad y la adopción de modos programáticos de convivencia.
“El testimonio más importante y el más poderoso del mundo moderno, aquel que reúne tal vez todos los otros testimonios que esta época se encuentra encargada de asumir, en virtud de quién sabe qué decreto o de qué necesidad (pues también damos testimonio del agotamiento del pensamiento de la Historia) es el testimonio de la disolución, de la dislocación o de la conflagración de la comunidad”1.
Así inicia Jean-Luc Nancy La comunidad inoperante, un texto a partir del cual el autor francés pretende configurar un espacio pensable para la comunidad de las finitudes. En este texto, Nancy coloca en el centro de la reflexión filosófica el horizonte comunitario interpelando, entre otros, a los fundamentos socio-ontológicos del comunismo, el mito y la democracia. De este modo, sus pretensiones se dirigen, entre otras cosas, a estructurar un giro hacia lo constitutivo y originario en la comunidad pensado desde la crisis de éstos referentes colectivo-culturales de sentido. Ello cuestionando de modo paralelo, por una parte, la construcción de lo otro como modo de construcción del nosotros y, por otra, la configuración de la comunidad a partir de la herencia política de occidente2.
Históricamente, a todo esto subyace principalmente la importancia que adquiere en la época moderna la racionalización del actuar humano como modo de regulación y normativización de la convivencia en común3. En el inicio de la modernidad, los intereses regulativos se encuentran volcados a la conformación de un poder aglutinador de las voluntades colectivas enfrentadas históricamente4. Surge, por ende, como inauguración de una época, la necesidad de un pensamiento acerca individualidad, sujeta a la búsqueda de un punto de partida sólido a partir del cual aglutinar y articular la totalidad de las representaciones en una imagen de mundo que se liga a la identidad formal de un yo5.
La racionalización del vivir en común nos conduce a la mediación de la conflictividad al interior de la comunidad desde el espacio institucional. Temáticas tales como la autonomía y la individualidad determinan a la racionalidad como vector y principio fundante del Estado. Este último, constituyendo la expresión más acabada y final de las propuestas de fundación sociopolítica de la modernidad, entre ellas el contractualismo y el individualismo, aparece prácticamente como la única institución capaz de monopolizar y canalizar los medios de coerción conjuntamente con el uso legitimado de la violencia para garantizar la pervivencia de un corpus social.
El individuo es considerado una potencial amenaza para todos incluyéndose a sí mismo, por lo cual ha habido una necesidad histórica de fundarlo tanto a él como a su espacio comunitario. Esto tiene como resultado que el hombre, aunque dotado de razón, es incapaz de autorregularse, por lo cual se requirió de estructuras que le otorgasen un espacio claro y específico al interior de la comunidad6. Posteriormente, es la comunidad misma que necesita tal acto fundacional, pues es ella la que ha dado pie para que los grupos y clases, una vez conformados, se hayan encontrado confrontados a través de la historia.
Una vez normado y fundado el binomio individuo-comunidad, lo que importa es cómo los grupos reunidos en torno a intereses diversos se comportan armónicamente al interior de esta última. Además del hecho que, con el afianzamiento de las libertades individuales se haya gestado de modo paralelo la aparición de una propiedad privada cada vez más determinante, la comunidad se ve enfrentada a la emergencia de una nueva forma de resolver las cosas: la apropiación de los medios de producción -como herramienta para alcanzar la base material para la construcción de la equidad- que vendría a solucionar el conflicto originario subyacente a la sociedad política7.
Sin embargo, es con la Guerra Fría que se consolida el conflicto que caracterizará a la comunidad del siglo XX8. Lo particular de este trance histórico es la existencia de dos bloques ideológicamente agrupados en torno a territorialidades cultural y económicamente anexadas. Es así que a esta escisión le pertenecen y en ella se decantan como sustrato todas las otras, pues no hay ni comunismo ni capitalismo sin individuo, sin sociedad civil o derechos del hombre.
Con la caída de la frontera Este-Oeste queda en evidencia no sólo la caída de la frontera que dividía dos mundos, también se vuelve decisivo el desplazamiento de la noción misma de frontera. Según esto, conjuntamente con la desaparición de la lógica del otro en cuanto amenaza exterior a la frontera, desaparece la reafirmación del amigo respecto de un enemigo exterior9.
Así, quedan planteados y determinados una serie de efectos para la comunidad, entre ellos la casi desaparición de proyectos comunitarios fundadores. Ciertamente, ya que tras los sucesivos intentos de fundar una comunidad pacífica, la disolución de los grandes proyectos de transformación demarca la ausencia de sustentabilidad de un margen de configuración del espacio comunitario10.
Se asiste además, en las décadas posteriores a la Guerra Fría a la metamorfosis de los otros que no dejan de estar presentes, lo que nos deja expuestos a un enemigo siempre amenazante y pareciera no quedar otra alternativa que resignarse a la presencia del intruso que se desperdiga ubicuamente por toda la comunidad enquistándose en sus fundamentos. La ideología queda relegada al pasado como algo ilusorio o, en el mejor de los casos, como algo utópico, comenzando una época determinada por la casi total ausencia de ésta, característica compartida también por el mito comunitario que se pliega a este relato afianzándose bajo la apariencia de la democracia.
La comunidad mítica.
Una vez que ha desaparecido uno de los bloques ideológico, económico y político el otro ha podido desarrollar todo un aparato que conjuntamente con hegemonizarlo, lo ha dotado de una serie de herramientas (comunicacionales, sociopolíticas, publicitarias, económicas, etc.) para clausurar toda posibilidad de emergencia del bloque derrotado.
La comunidad prometida en la democracia revela ser el relato sobreviviente y, desde la posición del triunfador, el horizonte occidental se abre como un relato proveedor de innumerables posibilidades, pero fundamentalmente como el único con la capacidad de otorgar un bienestar prolongado y sostenido a las personas. A partir de este momento, el bienestar no sólo se dirige a Occidente sino que alcanza a las desvalidas comunidades del oriente postcomunista, anexándose a toda una imagen de mundo que otorga como promesa, junto con el bienestar, la justicia y un statu quo equitativo.
Por cuanto en el proyecto democrático se fundan todas las esperanzas de una reconversión de la comunidad hacia un estado permanente de paz, justicia y distribución igualitaria del bienestar, la substancialidad de su mito estriba en la atribución que ésta realiza sobre sí misma acerca de su valor. La comunidad mítica no asienta su valor en el cumplimiento de los objetivos prometidos sino en la continua referencia a la fundación, o bien, al mero recordatorio de ésta. Con ello se asegura que el individuo se autorepresente como una parte del mito comunitario y sus continuas refundaciones quedando la factibilidad de todo el proyecto en el inacabamiento.
De esta forma es la comunidad toda que se convierte en un simulacro, cuyo contenido queda vaciado en la mención de las palabras que semánticamente rememoran la pertenencia. Hablar de Nación, Estado, País o simplemente el recordatorio de la constitución originaria del grupo se torna decidor en extremo a la hora pensar las implicancias que adquiere la pérdida o la desvalorización de la comunidad11.
La misma comunidad que tiene sus inicios en el contrato mediante el cual acordamos la no-violencia, del cual surge el consenso que funda la representatividad democrática, se pone ahora en juego en la gestión política. En el campo político –espacio privilegiado del simulacro- se juegan gran parte de las posibilidades para la comunidad, por lo cual son sus principios mismos los que quedan arrojados a la elisión de la realidad efectiva de los intereses que animan todo el proyecto.
Como señala Baudrillard12, el poder siempre ha estado amenazado históricamente por la realidad, teniendo que optar por la adopción del disimulo y el simulacro de las alocuciones, las cuales acaban finalmente por hegemonizarse y ser amparadas como modos naturalizados de circulación discursiva al interior del campo político. El resultado de todo esto para la comunidad mítica es que paulatinamente, entre circulaciones de discursos prometeicos y promesas no cumplidas, se gesta el decaimiento de los principios que movieron la necesidad inicial y originaria de fundar una comunidad.
Ahora bien, comunidad mienta un cierto envío epocal del que sus vicisitudes también son parte y se trata para Nancy de un trance del sentido histórico al que se circunscribe. La comunidad avanza en la historia, es parte de ella -como toda la creación del mundo humano- por ello no es que la comunidad haya perdido su sentido, sino que pertenece a una época en la que se pone en cuestión el sentido mismo como sentido.
El mayor o menor éxito de la comunidad democrática depende en gran medida del hecho que su promesa de justicia se mantenga velada tras las refacciones parciales que lleva a cabo en el entramado social. Es por esto que la publicación del fenómeno de la inconmensurabilidad de sus pretensiones respecto del calibre de sus logros no deja de resultarle pernicioso a la hora de actualizar su mito.
Y es que son los individuos que agrupados en función del consenso mutuo com-ponen la comunidad ante sí, son capaces de representarse y resistir cualquier amenaza en ella; no sólo forman parte del mito, también se inventan en él. A este respecto, un poco metafóricamente dirá Nancy. “La comunidad y por consiguiente el individuo (el poeta, el sacerdote, o el auditor de ellos) no inventan el mito: al contrario, es en él que son inventados o que se inventan ellos mismos”13.
Se ha perdido la capacidad de hacer mundo no porque deje de manifestársenos desde alguna óptica antropológica o ecológica, sino porque más que todo hemos perdido la capacidad de hacernos como comunidad y en cuanto comunidad en él14. Para Nancy la imposibilidad de crear mundo da cuenta de la pérdida del valor de éste, explicable en gran medida por la pérdida de nuestro lugar en él y el reemplazo, ya denunciado por gran parte de la filosofía de los últimos cuarenta años, de los referentes colectivos por la fragmentariedad de los intereses locales.
En este sentido, el planteamiento de la conflagración de la comunidad pasaría por la interrupción de su mito para decidirse en el ámbito de la existencia interpelando al ser hombre hoy. En efecto, ya que la existencia humana se comprende desde la óptica de Nancy como la imposibilidad de negar en nosotros nuestro ser comunitario.
Según el filósofo francés ser es exponerse, ser hombre en comunidad supone ser/estar expuesto a otros, estar abierto. El co-estar se muestra de esta manera como una nota constitutiva del existir expuesto, compareciente ante sí y los otros15. “Nada es más común que estar: es la evidencia de la existencia. Nada es más común que el ser: es la evidencia de la comunidad”16.
Esto último anuncia en Nancy, un hecho que ya Blanchot habría denunciado: el requerimiento que la comunidad ejerce sobre el individuo y cómo éste se transforma en tal, sólo a partir de esta exigencia que conforma un ámbito común de co-constitución entre ambos17. La existencia singular se vincula al colectivo, y ambos ámbitos se exigen mutuamente: el individuo donándose al colectivo y el colectivo fundado sobre la supresión de su individualidad18.
“¿Qué es la comunidad? La comunidad no es una agrupación de individuos, posterior a la elaboración de la individualidad misma, pues la individualidad sólo puede manifestarse al interior de una tal agrupación. Esto puede ser pensado de modos diferentes: en Hegel por ejemplo, la conciencia de sí deviene lo que es sólo si el sujeto es reconocido como un sí mismo por otro sí mismo. El sujeto desea este reconocimiento y, en este deseo, ya no es el sujeto que está. Dicho de otro modo: el sentido de <>, para tener su sentido propio, debe poder, como toda otra significación, ser repetido fuera de la presencia de la cosa significada: lo que en tal caso sólo puede ocurrir a través del <> de otro individuo o a través del <> que él me dirige. En cada caso <> no soy antes de esa conmutación y de esta comunicación del <>. La comunidad, y la comunicación, son constitutivas de la individualidad, y no al revés (y la individualidad quizás no es, en último término, sino un límite de la comunidad). Pero la comunidad no es tampoco una esencia de todos los individuos, una esencia que estaría dada antes que ellos. Pues la comunidad no es otra cosa que la comunicación de <> separados, que no existen más que a través de la comunicación” 19.
Es por esto que para Nancy debiera tratarse, más allá del análisis del convivir, cuyas líneas generales fueron trazadas ya por Heidegger, de una ontologización del análisis comunitario en cuanto tal.
“Estamos bastante lejos de haber alcanzado el punto en que la ontología debiera ofrecerse directamente y sin ningún retrazo en cuanto comunitaria en el que el ser se retiraría –conforme a la lógica más estricta de su retirada y de su diferencia- en el estar-en-común de los existentes (para no decir nada aquí de la extensión de la ‘existencia’ a todos los entes o solamente a algunos de entre ellos, hombres, animales, etc.). La comunidad del estar –y no el ser de la comunidad-: de eso debe tratarse desde ahora. O si se prefiere: la comunidad de la existencia –y no la esencia de la comunidad”20.
El cambio propuesto por Nancy supone un desplazamiento del tratamiento tradicional de las tensiones entre pluralidad y unidad o entre unidad y otredad coextensivas a los modelos comunitarios devenidos de la fundación del espacio colectivo. La superación de la comunidad mítica instala su cuestionamiento en el origen de la división mismo-otro, en la autoconstitución que ésta posibilita para buscar una salida a partir de una suerte de heteroconstitución que se reparte indistintamente a todo lo extranjero o ajeno al tipo formal que se desprende del mito. El ser-en-común no se funda, su determinación corresponde al ahí como un estar abierto, donde no hay/no se da más que un estado de arrojo a la exterioridad del existir.
Para Nancy se trata de un estar abierto, no a un exterior otro ya sea colectivo o individual, el autor francés evita conducir su reflexión a determinaciones muy posteriores tales como el Estado, el derecho o la pertenencia como lugar de búsqueda de la conflagración del espacio comunitario. Se trata de ver la puesta en juego del en común o el abandono del en común del sentido. “El en juego del común. Pensar eso, sin tregua, es la <>” 21. Ciertamente, pues decir que una existencia presente a sí está expuesta nada más que a sí misma quiere decir para Nancy que el a- sí- misma, debe comprenderse en sentido múltiple.
Una existencia expuesta nada más que a sí misma tiene el sentido de un Casus. Existir es ante todo cadencia, declinación múltiple del a sí misma, donde sí mismo no es jamás nominativo, sino que es un cadere vuelto sobre sí, de sí, para sí, a sí, consigo que abarca la pluridimensionalidad de su ser22.
“Lo que puede además ser formulado de manera muy hegeliana (por lo demás la ontología de la comunidad no tiene otra tarea que la de radicalizar, o que la de agravar, hasta el derrumbamiento, y por la vía del pensamiento del ser y de su difere/ancia, el pensamiento hegeliano del Sí mismo): siendo en sí, la esencia está expuesta a ser de sí, y a estar vuelta-sobresí”23.
La existencia como exposición adquiere en Nancy un carácter plural desde la singularidad, donde ser significa involucrar, en ésta, a la pluralidad de lo otro en el uno mismo. “Toda la ontología se reduce a este estar-vuelto-sobre-sí-estar-vuelto-hacia-el-otro”24. Y es que en realidad no hay nada que no exista de modo expuesto, para Nancy no hay mediación de lo mismo y lo otro, no hay alineación de sujetos en torno a un derecho o una ética que les sea exterior, por ello no hay comunión, no hay ser común, lo que hay es ser en común. El ser singular plural es finalmente la llave, como lo quisiera Blanchot, que no abre una sola puerta mientras que cierra otra, sino que las abre todas en la medida en que sirve sólo para una25.
En efecto, pues es la singularidad, la finitud del ente existente, lo que posibilita que su existir se imponga como una llamada a hacerse cargo de sí y conservarse íntegro habitando entre otros seres finitos26. El pensamiento de la comunidad demanda una existencia puesta fuera, ex-sistiendo, en la comunidad de los seres comunicados en su existencia extasiada, puestos unos frente a otros.
Así como el ser no es una determinada entidad y no admite ser jamás predicado, no es tampoco un sujeto ni un concepto, sino que reparte la singularidad del ser abierto ahí para una exterioridad, la comunidad tampoco lo es. Ello significa que la existencia nunca pone un existente, como existente indiferenciadamente, anexado a la unicidad de su esencia. Existir, no depende de una unidad esencial más allá del ahí (del Da, de Dasein), la esencia es esencialmente existir. Nancy acepta el axioma de Heidegger, pero entiende la esencia ofrecida, donada en cuanto esencia expuesta.
La comunidad y el otro.
Según Derrida, el otro no aparece jamás como un otro-yo-mismo. El otro no es nunca dialectizable como algo otro diverso de mí mismo, sino que es siempre otro yo mismo esencial a mí, dotado de un rostro, hablante y sintiente, constitutivo de mi economía fáctica más próxima27.
Este testimonio del mundo moderno expuesto por Nancy que es la comunidad supone el éxtasis, la comunicación de la existencia expuesta, abierta al otro de modo muy parecido al sentido que adquiere en Bataille. “La <> no tiene lugar más que entre dos seres puestos en juego–desgarrados, suspendidos, inclinados uno y otro sobre su nada”28. No hay comunidad sin el reconocimiento del otro en cuanto otro.
A su vez, el otro se relaciona con otros que también le son otros. Nunca hay una relación con un otro puramente aislado, carente de mundo: el otro es en sí mismo un mundo singular, abierto a otros mundos que igualmente le son otros. Esto último indica que el otro no es jamás reductible a un igual a mi, siempre con él hay una relación de diferencia originaria coextensiva a este ser que yo mismo soy.
El otro no es respecto de un yo más que singularmente, difiriendo en un aquí y un ahora, a-programático e indeterminable, siempre por-venir, más allá de todo concepto universal-homogéneo de comunidad. Nuestras posibilidades como existentes no están ahí dadas, sino que son y se deciden siempre en una otredad por-venir, en la cual se juega nuestra opción siempre abierta de ser propiamente un yo mismo. Se trata de una comunidad de los amigos que no intentan una nueva forma de política sino forjar una comunidad liberada de todo lo accesorio, de todas las categorías de reciprocidad. La comunidad pone en aporía la oposición entre universalidad y singularidad en la cual se sustentan las propuestas políticas de la pertenencia para instalar en su lugar la paradoja de la no-medida común y la no-conveniencia.
Más que una fundación es una llamada al reconocimiento de los singulares no en tanto semejantes, sino en cuanto rostros diversos e incluso posiblemente hostiles. El ser en común de la comunidad consiste en la acogida que recibe el otro como lo que posibilita la salida de mí mismo para colocarme ante él en su diferencia. Acoger mienta el reparto de la inminencia del otro respecto de mí. No se sale a su encuentro para reconocerlo según mi propia medida, sino para conocerlo en su diferencia e incluso en el peligro que entraña el desconocimiento que la indeterminación coloca sobre él como potencial enemigo. Es esta apuesta por la indeterminación que configura la posibilidad de un pensamiento acerca del nosotros, sin exclusión ni determinaciones a priori29.
Se abren de este modo intersticios, espacios, más allá de la política de los políticos, para los amigos, en el espacio comunitario desprendido de un margen externo a su estructuración interna. Y es que común, ya no apunta a ese espacio común que se ha venido actualizando en el discurso del que se ha apropiado la comunidad mítica, pues es hora de abandonar los intentos por fabricar una comunidad y concentrarse en hacer posible ese espacio para la apertura al <> de una democracia siempre por realizar 30.
Nancy, no trata el <> del otro y la comunidad bajo el prisma de una filosofía fundacional, intento de suyo ajeno a un pensamiento que se hace cargo de la diferencia que subyace a un siempre por venir de la comunidad. Lo que el filósofo francés trata de llevar a cabo es interpelar, conduciéndolo al encuentro con su límite, a todo un horizonte de comprensión comunitario. Dicho límite marcaría junto con el señalamiento del fin de los proyectos que apelan a lineamientos exteriores a lo común y la vida en comunidad, el surgimiento de la posibilidad de un espacio propicio para tornar la cuestión de la comunidad todavía pensable.
Pensable, en el sentido de una comunidad que no sólo se aboca reparar los agravios mutuos, ni sólo restaura deudas o se encarga de la correcta distribución de derechos individuales. O en sentido inverso, pensable no en el sentido de reparar las injusticias, sino una comunidad de la donación mutua sin deuda ni deber; que no armoniza desacuerdos regionales o particulares, sino que por su conformación des-totalizadora atiende más bien a la no-anticipación en ningún sentido al otro en cuanto otro31. Nancy propone una comunidad en la cual esté incluida, conjuntamente con la venida de ese otro, la justicia sin proximidad (ésta no se hace para el prójimo, se hace indistintamente), similitud (tampoco debiera la justicia ser distributiva en vistas a un cálculo) o pertenencia (la exposición y la donación del otro hacen que se trate de algo no-económico y tornan su don incalculable)32.
5. Llevar a límite a la comunidad: la finitud.
Llevar la cuestión de la comunidad al límite, mienta a su vez la caída y la serena decantación de los múltiples referentes de sentido que marcaron la pervivencia de los ideales míticos de una comunidad prometida, siempre ausente pero incansablemente buscada. Lo cierto es que mientras la democracia encarne el Bien y la Justicia se dificulta el abandono del lenguaje propio del campo político y con ello la interrupción de su mito. La consideración de la hegemonía de la democracia basada en la identidad dibuja también la frontera donde se hace pensable su no-presencia comenzándose a barruntar que ya no hay ideología posible que mueva al hombre a arrojarse en función de un ideal universal. La ausencia de ideología se ha convertido en una determinación originaria principalmente porque toda vez que se ha entendido la comunidad como realización se lo ha hecho en función de una comprensión del hombre en cuanto trabajador, realizador y ejecutor de obras o en función de un Uno universal.
Asimismo, cuando se entiende la comunidad como una obra a realizar, ésta desaparece en el movimiento inmanente de un hombre a otro hombre, perdiéndose bajo el supuesto que de la unión de las fuerzas aisladas devendría un estado de cosas mejor y más justas. Hoy, ya lo sabemos, tal intento está condenado a ser comandado por un jefe o un conjunto de jefes cuyo devenir conjunto (el de los hombres unidos en torno al ideal, el de los jefes que lo encarnan y aquel en el que se representan tanto unos como otros) lo único que ocasionaría sería nuevas formas de dominación.
Tras la caída del comunismo lo que quedó fue el individualismo, pero tanto uno como otro enajenan a la comunidad provocando su retiro. Y es que nunca el individualismo es un lugar para ésta porque el ser-en-común se encuentra siempre más allá de los consensos, acuerdos y contratos. Esto es así porque la comunidad no es política.
La comunidad no es algo que se halla perdido y que debiéramos volver a retomar; tampoco es algo que sobrecargado de nostalgia de su origen sea una herencia inherente a la humanidad que camina unida hacia el progreso. La comunidad no estuvo nunca en la Tierra prometida (la comunidad no es un paraíso), ni en la República platónica, ni en el Imperio romano, ni en laCivitas Dei, ni en el Contrato Social o en el Estado Absoluto.
Esto es así porque la comunidad no ha tenido lugar33. La comunidad nos acontece en el fracaso, en la sociedad, en el comunismo, en el individualismo bajo la forma de una espera, de un acontecimiento y un cuestionamiento que se sitúa siempre en las antípodas de toda empresa, mayormente, ya lo hemos dicho, alejada de toda empresa política. Estamos desde ya en comunidad, hacia ella somos llevados, en el abandono de todo aquello en lo que se nos ha anunciado la comunidad y en la que se nos ha anunciado recubierto bajo la totalidad de las fundaciones de comunidades34.
Comunidad mienta simultáneamente el abandono de todas <> y el acontecimiento del don que se otorga libremente en toda existencia en común de un yo con otro. Este don está a la base de una existencia abierta al otro en cuanto otro que se dona en la existencia singular, en la que cada vez soy yo co-existiendo fuera-de-mí-con-otro.
En la comunidad, el existente se da al afuera de sí con otro abandonando la tiranía de una esencia a la cual en conjunto o por sí sólo se cada uno se debiera adecuar. En el éxtasis nos sabemos en relación de finitud unos respecto de otros, descubrimiento cuya radicalidad se apareja a aquella señalada por Heidegger del modo auténtico de estar-en-el mundo: el hombre es un ser para la muerte.
En la muerte nos unificamos todos, ésta se nos muestra como algo siempre próximo, algo siempre inminente, puesto ahí como un límite cierto para la existencia. Somos siempre singularidades finitas, pero lo que primero se manifiesta a la finitud es la muerte del otro, que aún siendo la suya propia es también mi propia muerte. En la muerte del otro adquiero la certeza de que yo también me aproximo a la muerte: en la muerte del otro se va parte de mi propia muerte35.
Y en el hecho que en la finitud se manifieste la singularidad muestra también que en la muerte comparecen los seres singulares en una comunicación auténticamente originaria que se otorga de finitud a finitud y de otredad a otredad. La muerte no me revela más que mí ser finito y esto no ocurre en mi propia muerte, pues en ella ya no sé nada más: ella es el dominio del silencio y la noche de mi existencia aislada36.
Mi muerte es única, no es reductible a ninguna otra ni es posible transferirla. La comparecencia se dona en la muerte muestra que no hay comunidad de los yo-mí-mismos, ni una mixtura de los mí mismos en un Nosotros trascendental. Comunidad es, por consiguiente, la comparecencia de los seres singulares experienciantes de la propia radicalidad. Esto anuncia un hecho fundamental, y es que lo que se muestra primeramente en las sucesivas muertes es el modo en que la finitud pasa de uno al otro, en una circulación y un tránsito ininterrumpido de finitudes que se comunican de modo imposible, en una comunidad imposible37.
La comunidad no se funda ni se produce, no se tiene ni se pierde; la comunidad es constitutiva de nuestro ser, es aquello que nos une coextensivamente unos a otros. Verdaderamente, así como la comunidad es imposible, nos es imposible perderla. Esto es lo en sí impensado, no el modo en que nos es posible refaccionar las comunidades inmanentistas del comunismo o las comunidades atómicas afincadas en el rol benefactor de la sociedad.
La comunidad está en los contactos, en los gestos en los que se revela lo común finito, no en las obras ni en los contratos cuya verdad transitoria se halla en el dictamen final de la muerte. Ni inmanencia ni trascendencia, la comunidad en su desobramiento o su inoperancia es, para Nancy, lo único que permite una relación originaria con el otro en su propia muerte-fuera-de-sí. Sólo así es posible una comunidad de seres finitos soberanos o una comunidad de los sin comunidad, como lo quisieran Bataille y Blanchot, más allá de la economía totalizadora de la utilidad.
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Carlos Roa Hewstone. Licenciado en Filosofía. Profesor de Filosofía Pontificia Universidad Católica de Valparaíso. Estudios de pregrado Institut D’etudes Politiques de Rennes Francia.
Fecha de recepción: 2 de noviembre 2010
Fecha de aceptación: 21 de noviembre de 2010
1 Nancy, Jean-Luc, La comunidad inoperante, LOM Ediciones/Universidad ARCIS, Santiago de Chile, 2000, p. 19.
2 Ibíd. p. 29.
3 Negri, Antonio, La Anomalía Salvaje. Ensayo sobre poder y potencia en B. Spinoza, Antrophos, Barcelona, 1993, p. 181.
4 Foucault, Michel, La microfísica del poder, Madrid, Ediciones de La Piqueta, Madrid, 1991, p.183.
5 Deleuze, Gilles, Derrames entre el capitalismo y la esquizofrenia, Bs. Aires, Cactus 2006, p. 184.
7 Marx, Karl y Engels, Friedrich, Manifiesto comunista, Debate, Barcelona, 1998, p. 65.
8 Esposito, Roberto, Comunitas. Origen y destino de la comunidad, Amorrortu, Bs. Aires, 2003, p. 54.
9 Esposito, Roberto, Inmunitas. Protección y negación de la vida. Amorrortu, Buenos Aires, 2005, p. 58.
12 Cfr. Baudrillard, Jean, Cultura y Simulacro, Kairós, Barcelona, 1978.
15 La base del planteamiento del co-éstar se encuentra en el Ser y Tiempo de Heidegger (Heidegger, Martin, Ser y Tiempo, Editorial Universitaria, Santiago de Chile, 2005.) De la analítica existencial del Daseinse desprende que una de las notas claves de éste es que co-existe (Mitdasein) con otros Dasein, con su propia estructura existencial. Es así que el Dasein se encuentra definido por su ser-con (Mitsein) y aún cuando el Dasein tiene su propia estructura ontológica de estar en el mundo se encuentra abierto al convivir con otros entes con igual modo de relacionarse inmediatamente con el mundo. El otro del Daseincom-parece aún cuando se encuentre desalejado del mundo y sus obras (Ibíd., p. 148). El co-estar en Nancy no es, sin embargo, sólo una nota constitutiva del hombre en cuanto existente, sino que configura el espacio donde éste se constituye y desde el cual problematiza su ser comunitario a partir del fin de la apropiación del ser-en-común.
17 El requerimiento del que habla Blanchot provendría de la apropiación que cada individualidad lleva a cabo en un sentido, coextensivo tanto a la existencia singular como al ensamble que se registra entre éste y el ser histórico del hombre (Blanchot, Maurice, De Kafka a Kafka, F. C. E, México, 1991, p.175). Estos dos elementos adquieren en Nancy verdadera relevancia al momento de abordar la posibilidad de una propuesta ontológica diversa de la dialéctica del sí mismo. Es por ello, que resulta en extremo difícil circunscribir el pensamiento comunitario a una determinada ontología regional, más si pensamos que se trata de un relato que ya está ahí instalado, en un espacio que se encuentra ya siendo y ante el cual se requiere de un determinado tiempo-espacio que permita pensarlo.
21 Ibíd. p 154.
22 Ibíd. p 142.
23 Ibíd. p 143.
24 Id.
27 Se torna difícil pensar la comunidad prescindiendo del alter ego, la comunidad, se da en el otro, pero en el otro puesto como otro que es mismo sólo en su diferencia. Es otro con su propia consistencia ahí, abierto también a sus múltiples posibilidades por-venir. Por mi parte, yo soy para el otro, en el sentido de que ese otro lo es también para mí en su alteridad. El otro es también, el ser nos es en común a ambos, ambos estamos, pues no hay nada más en común que el estar, la ontología reclama la urgencia de volverse comunitaria para superar toda forma de violencia, reconociendo al otro como otro en su diferencia (Derrida, Jaques, Espectros de Marx, Trotta. Madrid,1995, p. 49)
31 Es así como se conjuga mito con totalitarismo, pues mientras el otro se halle recubierto por la amenaza, la democracia será siempre capaz de anularlo y hacer volver a la comunidad a la aparente transparencia del nosotros. El totalitarismo jamás se extinguió, sino que se plegó al costado inverso, se plegó a lo no-mítico de la democracia, en el que la anulación de la otredad (por revestir una amenaza siempre presente) alimenta el valor de la representatividad democrática.
32 Derrida, Jaques, Fuerza de ley, El fundamento místico de la autoridad, Tecnos, Madrid, 2002, p. 39.
35 Derrida, Jaques, La escritura y la diferencia, Anthropos, Barcelona, 1989, p.155.
36 Bataille, Georges, Lo que entiendo por soberanía, Paidós, Barcelona, 1996, p. 84.
Excelente Texto!!!
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